Dice Josep Borrell que el mayor triunfo de los independentistas es haber ganado la batalla de la comunicación. Haber creado una realidad virtual en Cataluña en la que todos los argumentos les dan la razón a los soberanistas. Desde el desequilibrio de la balanza fiscal a la historia de una nación oprimida que lucha por recobrar sus libertades perdidas a manos del invasor.

El ex presidente del Parlamento Europeo tiene razón.

Vivimos en un mundo bipolar en el que se da por sentado que no hay una verdad objetiva, sino mi verdad frente a tu mentira. El sectarismo es cómodo y tranquilizador para los que se instalan en su red de seguridades absolutas. Las dudas desaparecen.

La forma en la que Donald Trump ganó las elecciones es una prueba del poder de la manipulación inteligente, transmitida por medios de comunicación adictos y difundida masivamente a través de las redes sociales.

Hablo de Cataluña y de Estados Unidos porque el nacionalismo y el populismo tienen muchas cosas en común. El nacionalismo no es más que un populismo patriótico, un populismo étnico.

A algunas personas les gusta pensar que son superiores a las demás. Nada más placentero y excitante que una ideología que te da la razón en lo que piensas e identifica esa superioridad, no con la inteligencia o el esfuerzo, sino con algo tan simple como el lugar de nacimiento, la lengua o la bandera.

Las últimas guerras que ha vivido Europa han tenido como causa el populismo etnicista aderezado con fuertes dosis de intolerancia religiosa.

La sociedad moderna es la sociedad de la intolerancia y el miedo. Y es el miedo el que provoca la intolerancia. Miedo al extranjero, al distinto, al que tiene otras creencias, otra cultura, miedo a perder estatus, riqueza o a la alteración de un determinado modo de vida.

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Bajo un falso manto de progresismo, el nacionalismo esconde una concepción social clasista y reaccionaria, en la que la democracia es tan sólo un instrumento para imponer la cultura de los autóctonos y puros sobre las creencias y costumbres de los inferiores.

Ese es el escenario en el que nos movemos en este convulso primer tercio del siglo XXI.

Si turbulenta es la realidad política, no menos tormentoso es el panorama de la comunicación.

Los medios no crean por sí solos tendencias, pero sí que las refuerzan. Así, observamos cómo determinados canales de televisión y algunos periódicos responden fielmente a una ideología o a inconfesables intereses, afianzando el sectarismo en el que se conforma una sociedad cada vez más crispada.

Cuando creamos EL INDEPENDIENTE lo hicimos precisamente para ir contra esa corriente. Creemos que en una auténtica democracia deben primar los valores y, entre ellos, la independencia de los medios de comunicación, que nutren a la opinión pública.

EL INDEPENDIENTE representa hoy un valladar contra la demagogia, contra las verdades absolutas, contra el sectarismo.

Muchos nos llamaron ilusos por pretender que podía tener éxito un periódico de calidad que no chapotea en el barro de la audiencia por la audiencia. No nos importó.

En este primer año de vida hemos sido fieles a nuestros principios, que no son otros que los de hacer buen periodismo. Y ya hemos conseguido un millón de lectores.

Ustedes, con su presencia hoy aquí, nos dan la razón. Este es sólo el comienzo. Hemos cubierto sólo la primera etapa de una primera fase. Queremos seguir creciendo sobre bases sólidas, que no son otras que la rentabilidad de nuestros resultados y, sobre todo, la credibilidad de nuestras informaciones.

Sin prisa, pero sin pausa, continuaremos por el camino de la coherencia, hasta alcanzar nuestro objetivo: hacer de esta apasionante profesión una herramienta para que nuestra sociedad sea mejor, para que nuestro país sea mejor.

No es un sueño. Es un objetivo por el que realmente vale la pena luchar.

Y, no les quepa duda, con su ayuda, lo conseguiremos.


* Discurso del Director de El Independiente, Casimiro García-Abadillo, durante la celebración del primer aniversario del medio.