El ministro de Asuntos Exteriores, Alfonso Dastis, se ha reunido a seis días del referéndum con 30 corresponsales extranjeros para explicarles la posición del gobierno en el conflicto de Cataluña. Esfuerzo en vano. La mayoría de ellos ya está a favor de los independentistas. Todos tienen el móvil de Raül Romeva, que está siempre en línea para contestar a todas sus preguntas y que se encarga de gestionar entrevistas, entre otras cosas.
Los corresponsales suelen estar del lado de los más débiles. Si, además, hay un cierto relato épico que los arropa, salpicado de grandes y coloridas manifestaciones, entonces no hay color.
Parece que el gobierno no se ha dado cuenta de que, además de ley y orden, el problema de Cataluña es político y, por tanto, también de comunicación.
Mientras que los independentistas llevan meses trabajándose a los corresponsales, organizando un eficaz dispositivo en redes sociales y machacando a la población con mensajes tan simples como efectivos ("votar no es delito"), el gobierno se ha limitado a influir en las cancillerías, diseñar complejas estrategias jurídicas y organizar un apabullante dispositivo policial para frenar el referéndum del domingo.
¿Quién está al mando de la estrategia de comunicación para hacer frente a un reto político sin precedentes en España? Me temo que nadie.
De forma incomprensible y poco inteligente, el gobierno le ha dejado la propaganda y la calle a los independentistas. Hasta el punto de recomendar a Sociedad Civil Catalana que desista de convocar una manifestación constitucionalista prevista para el próximo sábado.
La manera en la que se ha reaccionado a la campaña en las redes sociales de ridiculización del crucero que alberga a algunas de las dotaciones de la policía por estar decorado con personajes de dibujos animados (entre ellos Piolín) demuestra que el ingenio brilla por su ausencia en la estrategia de comunicación del gobierno, si es que ésta existe. Como decía ayer Marta García Aller: nada mejor que un crucero decorado de esa forma para demostrar que los antidisturbios han llegado a Barcelona en son de paz. En lugar de darle la vuelta a la avalancha de mensajes de chanza en Twitter, alguien decidió tapar con una lona a Piolín y a sus compañeros, lo cual empeoró las cosas.
El gobierno le ha dejado la calle y los argumentos a los independentistas. Pero esta es una batalla política y, por tanto, de comunicación
Un alto funcionario me comenta alarmado: "Cada uno vamos a nuestro aire. Rajoy debería haberse reunido hace tiempo con los directores de los medios de comunicación más importantes para hacerles ver que este es un asunto de Estado que está por encima de las ideologías. Tenemos que tomar decisiones difíciles y necesitamos que alguien haga pedagogía".
Mientras que el independentismo moviliza a cientos de miles de ciudadanos no ya por la consecución de la secesión, sino por la defensa de la democracia, los constitucionalistas (ahora calificados por la prensa catalana como "unionistas", lo que recuerda al exaltado reverendo Ian Pasley) no tienen más argumento al que agarrarse que el cumplimiento de la ley. Eso es cierto, pero ¿no se saltaban la legalidad los sindicatos y los partidos en la época de Franco, o los manifestantes que pedían Libertad, amnistía y estatuto de autonomía?
Cuando nos movemos en el terreno político/sentimental hay que bajar a la arena de los sentimientos, si es que se quiere atacar el problema de fondo: que hay más de un 40% de catalanes que quieren romper con España.
Las calles de Barcelona, como las de la mayoría de las ciudades de Cataluña, están llenas de carteles y pegatinas llamando a votar el 1-O ¿Cuáles son los posters de los que defienden la unidad con España? No existen.
El problema catalán no concluye el 1 de octubre. Además de hacer cumplir la ley, el gobierno debe ser consciente de la ardua tarea que tiene por delante. La policía y los jueces deben actuar para impedir que la Generalitat se salte a la torera una legalidad que le confiere el estatus de Estado en Cataluña, pero a los ciudadanos hay que darles argumentos, hay que recordarles una y otra vez que España y Cataluña nunca serán importantes en Europa si van cada una por su lado. Que España y Cataluña son indivisibles porque, pese a todos los desencuentros, forman parte de un mismo proyecto. Que la ruptura sólo beneficiará a los que defienden la segregación. Que bajo la estelada se esconde un proyecto político reaccionario y obsoleto.
Fabricar argumentos es más difícil que desplegar agentes, pero es la única manera de ganar la batalla por la convivencia y por una Cataluña sólidamente integrada en España.
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