El 1-O ha llegado, preñado de sombras y de miedos. La pesadilla se ha hecho realidad y hoy cientos de miles de catalanes mirarán a sus vecinos, a sus compañeros de trabajo, a sus hermanos, con desconfianza y un punto de odio.
Avergüenza leer las llamadas a la calma y a la sonrisa de los que durante semanas, meses, años, han estado alimentando la mentira, la ficción del "España nos roba", de la falta de libertad, del "Estado opresor", como dijo en Bruselas hace tan sólo tres días el responsable de Exteriores de la Generalitat, Raül Romeva. Cuando se ha hecho tanto esfuerzo por crear diferencias, por mirar por encima del hombro a los que no son auténticos catalanes, por despreciar a los inferiores, sean andaluces o extremeños, intentar poner freno a las consecuencias de esa locura sólo puede entenderse como un cínico postureo, que sólo busca culpar al otro de las consecuencias del incendio en las calles. No se puede pedir a las masas la sensatez que no han tenido sus dirigentes.
Hay riesgo de incidentes graves y disturbios. No se puede pedir a las masas la sensatez que no han tenido sus dirigentes
Ni Cataluña, ni España han vivido en toda su historia una época tan prolongada de paz, libertad y progreso. Ello ha sido posible gracias al consenso, al acuerdo, al trabajo en común. Es inconcebible una España sin Cataluña, como lo es una Cataluña separada de España. La secesión sería desastrosa para Cataluña, pero también para España. No sólo desde el punto de vista económico. La independencia catalana desataría las fuerzas centrífugas que ahora permanecen adormecidas, pero que despertarían con toda su virulencia si esa hipótesis se convirtiera en realidad. ¿Quién pararía la reclamación independentista del País Vasco? ¿Qué ocurriría después con Galicia? España quedaría disuelta en pedazos, dejando atrás cinco siglos de historia y con un incierto futuro para millones de ciudadanos.
Porque, no lo olvidemos, en el fondo de esa reclamación de independencia hay un profundo sentimiento egoísta, de esa burguesía catalana que quiere vivir mejor, pagar menos impuestos y no contribuir a la solidaridad interregional; pero, eso sí, que pretende seguir vendiéndoles sus productos a los castellanos, valencianos o andaluces.
La reivindicación de un referéndum de autodeterminación en el que sólo participen los catalanes es tan absurda como lo sería que sólo los que pagan más del 40% de IRPF votasen sobre una rebaja de impuestos.
La soberanía, en una democracia, reside en el pueblo, cuyos representantes se sientan en el Congreso. Sólo una mayoría cualificada de las cámaras -Congreso y Senado- puede cambiar las reglas del juego; es decir, la Constitución. Evidentemente, puede abrirse el debate sobre la reforma constitucional. Seguramente ha llegado el momento de cambiar algunas cosas en esa ley de leyes que el año próximo cumplirá 40 años. Pero no olvidemos la clave que ha hecho posible la convivencia durante este fructífero periodo: la Carta Magna no ha sido un instrumento de unos contra otros, como lo fueron otras constituciones anteriores, sino el resultado de un pacto, de un amplio consenso. Ninguna minoría, por muy legítima que esta sea, puede pretender una constitución a la carta, o unas leyes de conveniencia.
Rajoy tiene previsto hacer una declaración institucional esta noche en la que hará una oferta de diálogo a las fuerzas políticas
La manera en la que se han comportado Carles Puigdemont, el gobierno de la Generalitat y los líderes del independentismo dice mucho del modelo de sociedad al que quieren llevar a Cataluña. Con desparpajo e irresponsabilidad sin límites, el presidente del gobierno catalán ha desobedecido las leyes y las decisiones judiciales, llamando a la insumisión a sus ciudadanos. La presidenta del Parlament, Carme Forcadell, ha privado de sus derechos a diputados que representan a casi la mitad de la población, comportándose, no como la máxima autoridad de esa institución, sino como una vulgar activista sectaria.
La forma en la que los medios públicos (especialmente TV3) y algunos privados (que viven de subvenciones) han contribuido a la agitación contra el Estado, a la creación de una realidad virtual, nos dan una idea bastante aproximada de lo que sería la idílica Cataluña independiente. George Orwell tendría materia sobrada para escribir la segunda parte de su aterradora novela 1984.
La posibilidad de que se produzcan alteraciones graves del orden público es elevada. Las fuerzas del orden público deben responder a los desordenes con proporcionalidad. Pero no hay que perder de vista quiénes serán los responsables si eso ocurre: los que han llamado a la desobediencia de las leyes.
El sentimiento de agresión por parte de los que quieren romper la convivencia en Cataluña y la unidad provocó ayer movilizaciones en casi todas las ciudades españolas, incluida Barcelona. Es un aviso a los secesionistas. La mayoría, la inmensa mayoría, apuesta porque sigamos juntos. Detrás de la Policía, la Guardia Civil y los agentes del cuerpo de Mossos está la inmensa mayoría del pueblo. El líder de la ANC, Jordi Sánchez, dijo ayer que consideraría un éxito el voto de un millón de catalanes, menos de la mitad de los que votaron el 9-N, menos de un quinto de los ciudadanos con derecho a voto ¿Acaso no es un reconocimiento explícito de su derrota?
De lo que ocurra hoy va a depender en gran medida el futuro de Cataluña y de España. Si Puigdemont, presionado por la CUP y los radicales de ERC, proclama la independencia, al gobierno no le quedará más remedio que aplicar el artículo 155 de la Constitución, destituyendo al Govern y limitando los poderes del parlamento catalán.
Si esa declaración unilateral no se produce, lo más probable es que vayamos a elecciones anticipadas en Cataluña; bien porque las convoque el propio Puigdemont, o bien porque la CUP le retire su apoyo en el Parlament.
En cualquiera de las dos hipótesis, el gobierno tendrá que hacer una oferta de diálogo. Mariano Rajoy tiene decidido hacer una declaración institucional esta noche, en la que, además de hacer balance de lo que suceda a lo largo de la jornada, llamará al entendimiento a todos los líderes políticos. Exceptuando a los promotores de esta locura: Puigdemont y Junqueras.
El diálogo tiene que abrir la vía para el reconocimiento de las peculiaridades de Cataluña, así como para resolver las disfunciones del sistema de financiación. Pero, en ningún caso, puede suponer la concesión de privilegios.
Esa oferta no puede premiar a los que han forzado una situación límite. Al margen de ese proceso, la justicia tendrá que determinar las responsabilidades de los que han llevado a Cataluña y a España al borde del abismo.
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