El debate celebrado en el Congreso de los Diputados este miércoles sobre lo sucedido en Cataluña no sirvió más que para constatar lo ya sabido: la posición del Gobierno en lo referente a lo ocurrido el martes en el Parlamento catalán, el apoyo de PSOE y de Ciudadanos a las primeras medidas adoptadas en el Consejo extraordinario de Ministros y las actitudes críticas, en distinta gradación, de Podemos, ERC y PDeCat. No resultó un debate ni bronco ni dramático. sino que tuvo un tono sosegado que fue muy de agradecer y por eso mismo devolvió al escenario original el examen del gravísimo problema al que se enfrenta hoy España.
A media tarde se supo que el Gobierno le había dado a Carles Puigdemont cinco días naturales para que responda si ha declarado la independencia de Cataluña o, como se asegura desde ciertos sectores políticos, no lo ha hecho. Y ocho días naturales para, en caso de que no conteste o conteste afirmativamente a esta primera pregunta, rectifique y obedezca el requerimiento que le ha sido enviado para que regrese a la legalidad, en cuyo caso se podría abrir una etapa de diálogo y acercamiento. En caso contrario, ya sabemos que se empezará a aplicar en en un grado aún no conocido el artículo 155 de nuestra Constitución.
Y aquí está la cuestión. Lo que hizo el martes el presidente de la Generalitat fue intentar que no se notara que estaba declarando la independencia pero, como muy bien dijo Miquel Iceta, no se puede declarar suspendida una decisión que no se ha tomado. Por lo tanto, en aplicación de una lógica elemental, es evidente que sí dio por sentado que a partir de aquel momento Cataluña pasaba a ser una república independiente. Pero podría incluso haberse escurrido de esa interpretación si hubiera dejado las cosas en ese punto y provocado deliberadamente la controversia sobre si sí o si no.
El anuncio de mayor trascendencia de la Historia reciente no quedará registrado en el Boletín Oficial del Parlamento catalán
Cierto que no es en modo alguno admisible que un asunto de la trascendencia del que se trae entre manos se deje en el limbo de las inconcreción. Pero en esta gigantesca gincana de frivolidad, autocomplacencia y mentiras a la que se han entregado los dirigentes secesionistas no tiene nada de sorprendente que Puigdemont hubiera apostado por intentar engañar a todos pensando que saldría vivo y triunfante del trance.
Incluso contaba con el hecho de que su intervención iba a quedar registrada en el Diario de Sesiones pero, dado que a los diputados no se les dio la oportunidad de votar esa declaración y no es, por lo tanto, resultado de ningún acuerdo parlamentario, el anuncio de mayor trascendencia de la Historia reciente de España y, por supuesto, de la Historia de Cataluña, no quedará registrado en el Boletín Oficial del Parlamento catalán. Es la manera sinuosa que tenía prevista de escurrir el bulto.
Pero el Gobierno, con el apoyo decisivo del PSOE y de Ciudadanos, le ha tomado la medida y le ha pedido que aclare a todo el país y despeje él, porque es el único que puede hacerlo, la duda que se ha instalado entre las fuerzas políticas y la ciudadanía en general sobre un asunto en el que no puede caber ni un grado infinitesimal de duda.
El problema es que, aunque no quisiera, Puigdemont, Junqueras y todo su gobierno ya han respondido por la vía de los hechos. El texto firmado por los 72 diputados secesionistas fuera del ámbito parlamentario en un papel sin membrete del gobierno catalán ni el nombre del parlamento, sólo con el escudo de la cámara, es jurídicamente papel mojado. Los 72 que firmaron podrían haber dicho también que, desde ese momento, se hacían los dueños de todas las Ramblas, incluido el monumento a Cristóbal Colón y no habría pasado nada.
Puigdemont tendría muy difícil decirle ahora al Gobierno que en realidad él no declaró la independencia
Aquello no servía para nada, era un bluf y, porque sabían eso, los astutos dirigentes de la operación se lo ofrecieron a los indignados diputados de la CUP como premio de consolación para amortiguar el efecto que había producido en ellos la deliberada ambigüedad que iba a exhibir Puigdemont minutos después de las negociaciones a cara de perro que habían motivado el aplazamiento de una hora del sucedáneo de sesión parlamentaria que tenían preparada los miembros de la cúpula dirigente.
Efecto jurídico, absolutamente ninguno. Pero efectos políticos, todos. Porque en aquella sala, en la enésima representación ficticia, los 72 diputados firmaron una declaración donde, hay que recordarlo, entre otras muchas cosas también significativas, se dice:
"CONSTITUIMOS la República catalana, como Estado independiente y soberano, de derecho, democrático y social.
DISPONEMOS la entrada en vigor de la Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la República.
INICIAMOS el proceso constituyente, democrático, de base ciudadana, transversal, participativo y vinculante.
AFIRMAMOS la voluntad de abrir negociaciones con el estado español, sin condicionantes previos, dirigidas a establecer un régimen de colaboración en beneficio de ambas partes. Las negociaciones deberán ser, necesariamente, en pie de igualdad.
PONEMOS EN CONOCIMIENTO de la comunidad internacional y las autoridades de la Unión Europea la constitución de la República catalana y la propuesta de negociaciones con el estado español".
Por lo tanto, no cabe ningún espacio para la duda. Con esa declaración inocua en términos jurídicos pero definitiva en términos políticos, el govern se anudó una soga al cuello.
Puigdemont tendría ahora muy difícil, si no imposible, decirle al Gobierno y a los partidos que lo apoyan que en realidad él no declaró el martes la independencia de Cataluña. Primero, porque, en ese caso, los ciudadanos a los que han estado engañando todos estos años y les han creído lo destrozarían por traidor. Y en segundo lugar porque, aunque su intención hubiera sido, y desde luego lo fue, dejar sus palabras en el parlamento en el limbo de la ambigüedad, como una ameba flotando en el líquido de una probeta de laboratorio, lo declarado y firmado fuera de la Cámara despeja cualquier incógnita por más voluntad exculpatoria que le quieran poner algunos.
Puigdemont y los suyos dedicarán los días de que disponen para preparar su defensa y agitar sus redes propagandísticas
Que el Gobierno no pueda dar validez formal a un acto claramente irregular y carente de toda legalidad no significa que la opinión pública no deba colocar las palabras pronunciadas por el president en la cámara catalana en su justa dimensión política. Claro que declaró la independencia, por supuesto que sí. Que nadie se confunda.
No sabemos lo que hará ahora Puigdemont. Probablemente él y los suyos dedicarán los días de que disponen antes de que el Gobierno empiece a actuar, para preparar su defensa -y también su resistencia- ante lo que se les viene encima, además de a agitar sus eficaces redes propagandísticas para intentar convencer a los catalanes y a la comunidad internacional de que es Mariano Rajoy, Pedro Sánchez y Albert Rivera, pero sobre todo el primero, el que se niega a dialogar y opta por recurrir a la fuerza. Por lo tanto, vendrán días aún peores.
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