Parafraseando lo dicho tras la muerte de Eva Perón, hoy alguien podría sentirse tentado de afirmar que ya hace un año que Fidel Castro pasó a la inmortalidad. Y si en su momento él creyó que bien en vida o bien tras su muerte la historia lo absolvería, lo cierto es que el juicio histórico es cada vez más severo con sus logros y los de la Revolución Cubana. No se trata de hacer un balance de los últimos 60 años de Cuba ni de la gestión castrista, sino de ver qué ha cambiado en la isla desde la desaparición de quien durante décadas fue su máximo dirigente político.
Las enfermedades y la avanzada edad de Fidel lo obligaron en 2006 a traspasar el poder, primero de forma transitoria y luego definitiva, a su hermano Raúl. Este movimiento cumplía varios objetivos simultáneos: mantener la dirección de la Revolución, garantizar la observancia de la ortodoxia y, al primar la línea del parentesco sobre cuestiones estrictamente políticas, evitar abrir el debate sobre la sucesión y las características de la Cuba post castrista.
Cuando ocupó la suma del poder (político, militar, económico y partidario), Raúl trazó un acertado diagnóstico de la realidad cubana e impulsó un proceso reformista que hizo aumentar la esperanza en prácticamente toda la sociedad. Muchos pensaron que finalmente Cuba podía iniciar un camino de transformación y modernización con la apertura de espacios para el diálogo y la crítica o la transformación de un sistema estatal ineficiente y parasitario en una economía productiva.
Solo fue un espejismo momentáneo. Si bien en algunos temas duró más y en otros menos, no dejó de ser una simple ensoñación. Pese a su débil estado de salud y a su edad avanzada, Fidel seguía influyendo en el poder y publicando sus Reflexiones, cubriendo tópicos de lo más variados, desde las cuestiones internacionales a otras científicas o agrícolas. Detrás de las bambalinas seguía siendo el protector de las esencias revolucionarias y el fiel guardián de la ortodoxia marxista leninista. Bajo su observante mirada se desaceleró el impulso de las reformas económicas. Se trataba de evitar el aumento de las desigualdades y el surgimiento de un sector social que obtuviera ganancias desproporcionadas, aun a costa de su trabajo y esfuerzo.
Uno de los grandes hallazgos del diagnóstico en torno a los males de la economía era la hipertrofia del sector estatal. Raúl Castro anunció solemnemente que sobraban un millón de empleos públicos, el 20% de la fuerza laboral. Años después apenas 500.000 personas trabajan como cuentapropistas. También se dijo que se pondría fin al ineficaz sistema de doble moneda, marcado por la coexistencia del peso cubano (CUC) y el peso convertible (CUP) que distorsiona numerosos sectores económicos. Pese a las buenas palabras y a los reiterados anuncios, el sistema todavía no se modificó.
En sectores concretos, como el de los mercados libres y los precios no regulados, ha habido retrocesos importantes. Si bien hubo avances en otros temas, la cotidianeidad de los cubanos se mantiene en los derroteros habituales y el afán diario de muchos ciudadanos de a pie sigue siendo “resolver” los múltiples problemas que afectan a su vida diaria.
Estos 12 meses sin Fidel han servido para recordar al pueblo que sus problemas siguen allí, que deben seguir aguardando para satisfacer sus ansias de libertad
Un terreno donde se notó el estilo conservador fidelista frente al reformismo raulista fue la política exterior y más concretamente la relación con Estados Unidos. Raúl tuvo el enorme valor de restablecer los vínculos entre La Habana y Washington, tras la iniciativa de Barack Obama, pero no quiso ir más allá. Atenazado por la reacción de su hermano y de los sectores más inmovilistas, no dio los pasos necesarios para volver irreversibles los acuerdos o para permitir que el Congreso de Estados Unidos levantara el embargo. En su lugar optó por esperar a que todo lo resolviera el “amigo americano”, ya que el imperialismo yankee era el único responsable de la suma de los males de Cuba. De ese modo, entre otros múltiples factores, allanó el terreno para la llegada de Donald Trump y de su plan anti Obama, algo de lo que todavía se está lamentando.
Una de las promesas que mantuvo Raúl es su deseo de abandonar el poder en febrero próximo, aunque el relevo institucional se limitará a la presidencia del Consejo de Estado y del Consejo de Ministros, pero no de su cargo de Primer Secretario del Comité Central del Partido Comunista de Cuba. El establishment cubano no quiere perder todos los resortes del poder de un día para otro ni dejar paso a la incertidumbre. Mientras más tiempo todo esté controlado tanto mejor.
La cohabitación durante años entre un hermano en primera fila del ejercicio del poder y otro en la retaguardia acentuó las tensiones entre inmovilistas y reformistas. La muerte de Fidel, en contra de lo que a priori podría haberse pensado, no impulsó prácticamente ningún cambio. La liturgia de su entierro y el intento de canonizarlo como un líder revolucionario mundial fueron una nueva concesión a la ortodoxia y una prueba más de lo poco que cambiaría Cuba. Estos 12 meses sin Fidel han servido para recordar al pueblo cubano que sus problemas siguen allí, que deben seguir aguardando para satisfacer sus ansias de libertad y que si no pueden esperar tendrían que empezar a pensar en emigrar, tal como hacían en el pasado.
Carlos Malamud es catedrático de Historia de América de la UNED. Investigador Principal de América Latina del Real Instituto Elcano
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