Desde que Netflix decidió prescindir de Kevin Spacey me pregunto por qué tanta gente se lamenta de su despido de la serie House of Cards, que ya no volverá a contar con la estrella tras acumulársele numerosas denuncias por abusos sexuales. Efectivamente, Spacey no es ni mejor ni peor actor por abusar de varios compañeros de rodaje. Lo que sí que ha dejado de ser es un buen fichaje para cualquier empresa preocupada por su reputación. Es decir, para cualquier empresa que aspire a ganar dinero. Hay quien entendía hace unos días el despido de una empleada que escribió en su Facebook que ojalá violasen a Arrimadas y que ahora protesta porque se rescinda el contrato a un agresor sexual confeso. ¿El escándalo les ha jodido la serie? Disculpen las molestias.
¿El escándalo les ha jodido la serie de Kevin Spacey? Disculpen las molestias
Desde que se descorchara el tapón de mierda que ha destapado el escándalo del productor Harvey Weinstein, están saliendo nuevos casos a borbotones. Empezaron las actrices, hartas de callar durante décadas. La última en romper su silencio ha sido Uma Thurman. Pero cada vez son más las voces que se suman al #metoo (#yotambién) denunciando nuevos episodios más allá de Hollywood. En el periodismo estadounidense, también se acumulan los escándalos. Esta misma semana, The New York Times iniciaba una investigación por las denuncias de varias mujeres a uno de sus periodistas estrella, corresponsal en la Casa Blanca, al que incorpora en su balance de efectos colaterales del caso Weinstein. Según la investigación de Vox: hubo "tocamientos, besos no deseados y confusos encuentros sexuales bajo la influencia del alcohol" hacia mujeres que empezaban su carrera.
Mucha, muchísima gente vive con indignación pensando en cuánto han tenido que aguantar las mujeres (y también hombres) que por fin se han atrevido a denunciar. Pero también cunde otro tipo de indignación menos publicada. Hay a quien le resulta desconcertante que un político británico haya tenido que dimitir por haberle tocado la rodilla a una periodista hace 15 años en una cena ministerial. O que un famoso presentador de televisión haya perdido su trabajo por haberle mandado mensajes subiditos de tono a una compañera tras malinterpretar, dejémoslo ahí, alguna mirada. Desconcierta, claro, porque nunca antes había pasado algo así. Los abusos sexuales, salvo contadas excepciones, se vivían en silencio.
¿Qué es esto de que cualquiera pueda manchar el nombre de un jefe sin prueba alguna? ¿Acaso ya no puedo tirarle los tejos a una compañera de trabajo?
Así que mucha gente, más de la que lo reconoce en alto, se está echando las manos a la cabeza por considerar que una cosa es denunciar las violaciones y otra sacar las cosas de quicio con tantas denuncias, muchas de ellas sin pruebas, que en las últimas semanas están acabando con la carrera profesional de reputados actores, senadores y directivos. ¿Qué es esto de que cualquiera pueda manchar el nombre de un jefe sin prueba alguna? ¿Acaso ya no puedo tirarle los tejos a una compañera de trabajo? ¿Ni mandarles un mensaje se puede? ¿Quién pone el límite de lo inapropiado? Todas estas preguntas me las han hecho estos días varios hombres que tengo por sensatos.
El consejero delegado de una empresa con el que estuve comiendo el otro día me confesaba que se siente, literalmente, indefenso. ¿Y si una empleada empieza a difundir bulos por las redes sociales con la excusa del #metoo?, se preguntaba. Daba la impresión de haberse convertido en una de esas conversaciones recurrentes cuando se va a jugar al golf con sus amigos, porque no lo decía con ánimo de escandalizarme, sino para que me pusiera en su lugar. Entiendo, de verdad, su desconcierto. Sucede siempre que se produce un cambio repentino en las reglas del juego. Y algo ha cambiado desde el caso Weinstein.
No parece este desconcierto un precio demasiado alto por acabar con la injusticia de cuando no había más remedio que callárselo
Durante décadas, por no decir milenios, las mujeres han tenido que lidiar en silencio con los acosos en su vida cotidiana como si fuera un problema suyo. Como si se hubieran metido en problemas por no extremar las precauciones debidas o hubieran lanzado las señales equivocadas sonriendo más de la cuenta en el ascensor.
Si un catedrático en la universidad tenía fama de tener la mano muy larga era mejor no ir sola a las revisiones de examen. Si un jefe era un mujeriego, qué se le va a hacer, tocaba andarse con ojo. Si un compañero se abalanzaba en un pasillo, mejor disculparse por el malentendido que montar un numerito. Denunciar era solo un recurso extremo en las situaciones más graves y a menudo ni eso. ¿Y si esto estuviera cambiando realmente?
Los límites de lo inapropiado no están del todo claros, es verdad. Entiendo el desconcierto en sus tertulias, caballeros. ¿Cuánta pierna puede tocar un ministro para que no les sorprenda su dimisión? ¿Dependerá acaso de la altura a la que este deslice la mano bajo el mantel o de los años que haga que lo hizo? ¿Puede un simple mensaje de texto de contenido sexual dirigido a una empleada acabar con la carrera de un directivo? Después de tantos años manteniendo en silencio los acosos, graves y leves, es normal que haya cierto descoloque. Y más que habrá.
Tardaremos unos años en reajustar qué es impropio y qué no lo es. Las mujeres llevamos años preguntándonoslo en silencio. La novedad es que ahora esta duda preocupe en los campos de golf y las tertulias de después de comer. No parece este desconcierto un precio demasiado alto por acabar con la injusticia de cuando no había más remedio que callárselo. Aquello sí que era indefensión. El acoso se denuncia, disculpen las molestias.
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