Todos aquellos que se empeñan a diario en recurrir a la metáfora nazi para aproximarse a situaciones sociopolíticas de la realidad deberían visitar este demoledor Auschwitz del Centro de Exposiciones Arte Canal de Madrid. Te recibe un viejo vagón de tren que la proximidad a la estación de Metro de Plaza de Castilla llevará a algún patán a la confusión.
Ese solo vagón original de la Deutsche Reichsbahn daría para merodearle e imaginarse media hora. Imaginarse esa bestialidad de No hace mucho, no muy lejos, el crucial lema de esta exposición de 600 objetos originales, sí, pero en la que laten millones de corazones triturados. Las gafas, las maletas desconchadas, las brochas de afeitar: habrá alguien que hasta critique el topicazo. Otro pasmado.
Los zapatos. Los elegantes de señora, los delirantes zuecos con los que se arrastraban por la nieve amenizados eso sí al salir hacia la fábrica por un cuarteto musical de animación, las botas negras, originales, gastadas, de un oficial de las SS, el eco de las pisadas del terror acercándose.
Fotos y dibujos. De estos, las torturas. Los brazos atados arriba, el tronco colgando, el cuello desgajado, la espalda fustigada. Y ese látigo cortito y certero que reina en una vitrina.
Es aterrador comprobar la media sonrisa de un inocente en la cola nada más llegar al apeadero de Birkenau
Las pinturas de los supervivientes reflejan todo menos una cosa: el delirio dentro de la cámara de gas. Lo explica en un panel Jorge Semprún, uno de los no muchos españoles que, en comparación con otras nacionalidades, estuvieron en alguno de estos campos, él en Buchenwald, bastantes en Mauthausen. Los quince minutos en que el Zyklon B achicharraba los cuerpos carecen de testimonios directos; cuando abrían las puertas, sí. Los más fuertes, en ademán de haber intentado escalar; abuelos y niños aplastados. Por eso es preferible meter en un cajón las metáforas del Holocausto. Ayuda mucho a concienciarse de lo que pasó el juego de mesa de época que se exhibe en un rincón: aprese a cuantos más judíos mejor. Y tira porque te toca.
Las fotos. En este Auschwitz las hay aterradoras. Porque es aterrador comprobar la media sonrisa de un inocente en la cola nada más llegar al apeadero de Birkenau. Está claro que no sabían adónde iban. Su cara relajada de fin de viaje -en uno de esos pestilentes vagones de ganado como el de la entrada- delata que desconocía el que iba a ser de verdad su último viaje. Aquel que le iba a empezar a indicar el soldado que tiene delante.
O el retrato fotográfico de uno de los más sanguinarios, el todopoderoso Reinhard Heydrich. Su asesinato y la posterior resistencia en la iglesia de San Cirilo del comando ejecutor debería ser tarea pendiente obligatoria para todos cuantos visiten Praga. Mientras tanto, pueden disfrutarlo con la lectura de HHhH (Seix Barral, 2011), de Laurent Binet. HHhH: Himmlers Hirn heisst Heydrich, o sea, el cerebro de Himmler (el número dos del régimen, muy presente también la exposición) se llama Heydrich.
Más fotos. El Oskar Schindler español, Ángel Sanz Briz, en su despacho: ese Ángel de Budapest (Ediciones B, 2017) que salvó a miles de judíos recuperado por Julio Martín Alarcón.
Las sonrisas de veneración escuchando a Hitler de su joven camada de alistados al Partido Nacionalsocialista. O la jovialidad de los vástagos de Rudolf Höss duchándose en verano a ciento cincuenta metros de las cámaras y el crematorio. Estamos hablando de hace setenta y pico años. No hace mucho, no muy lejos.
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