Cuando la maquinaria del recuento de votos está todavía humeante, los resultados de las elecciones catalanas de diciembre de 2017 permiten reflexiones de diverso orden que, sin duda, se producirán en el día de hoy con la Lotería de Navidad como melodía de fondo. En esta línea de reflexiones preliminares, considero que, frente a la euforia de algunos líderes y formaciones independentistas, hay tres lecturas de los resultados que permiten afirmar la derrota del proyecto secesionista, sin caer en ninguna clase de triunfalismo, que sería tan equivocado como el que se critica.
En primer término, aunque resulte una obviedad, hay que subrayar que ninguno de los partidos que llevaban en su programa el proyecto independentista ha ganado las elecciones o, lo que es lo mismo, que ninguno de los líderes independentistas puede presumir de ser el candidato más votado. Una lectura en clave presidencialista de las elecciones del 21-D arroja una conclusión tan simple como incontestable sobre las preferencias electorales.
Ninguno de los partidos que llevaban en su programa el proyecto independentista ha ganado las elecciones
No es menos cierto que el mosaico de formaciones políticas que arroja el escrutinio presenta un Parlament con mayoría secesionista, lo que permite pronosticar momentos enormemente complejos en los próximos meses, pero frente a los discursos triunfalistas y al mesianismo trasnochado que se apoderará de la retórica, deberíamos recordarle a Puigdemont que ni él ni su proyecto ni su programa ganaron las elecciones y que la eventual formación del Govern y la propia supervivencia de éste sólo será posible desde la más estricta lógica del gobierno parlamentario, cuyas reglas persiguen la administración del pluralismo político desde el acuerdo, muy lejos del inquietante decisionismo que alimenta el discurso del procés y del falaz “derecho a decidir”.
Cuando volvamos a escuchar apelaciones sentimentales, con impostada emotividad, al mandato del pueblo de Cataluña, debemos defender sin complejo que ese pueblo no tiene una única voz, que las elecciones han confirmado el pluralismo y ratifican así la necesidad de restaurar la lógica del acuerdo racional, de la democracia deliberativa, de la permanente búsqueda de consensos y espacios de entendimiento, de la mecánica liberal del poder y la toma de decisiones, en definitiva, la lógica parlamentaria que fue pulverizada sin piedad en las bochornosas sesiones del Parlament el 6 y el 7 de septiembre de 2017, presididas por una dinámica totalitaria de imposición unilateral de la voluntad de una parte frente al resto, con la coartada lacerante de cumplir el mandato del pueblo o la voluntad de las urnas.
Que nadie se confunda: las urnas no arrojan una voluntad unitaria ni erigen un mandato imperativo del que quede investido ningún líder carismático y visionario. Sólo aceptando las reglas de la democracia representativa podrá formarse gobierno en Cataluña y sólo desde esa lógica, necesariamente alejada de la solemnidad dogmática, podrá el independentismo exhibir una relativa victoria electoral. Cualquier tentación que se aleje del parlamentarismo para instalar otra vez a Cataluña en un peligroso laboratorio de fórmulas de legitimación política basadas en la estremecedora pretensión de disolver la pluralidad en la solemnizada unidad del pueblo debe ser combatida con tenacidad. Aquel Parlament humillado de comienzos de septiembre es la imagen misma de lo que nunca debe repetirse y los resultados de las elecciones de diciembre no han hecho sino confirmar que no existe espacio en Cataluña para la democracia de identidad sino el complicado reto de administrar el pluralismo y la diversidad, ingredientes de la democracia representativa, que es precisamente lo que debe fortalecerse.
Una segunda lectura de los resultados electorales refleja la derrota del independentismo por una mera constatación histórica, desde el momento en que los partidos secesionistas no solo no avanzan con respecto a los anteriores resultados, sino que retroceden en la galería de fuerzas políticas representadas en Cataluña.
La bisagra del independentismo político es una formación que se sitúa en el extremo del espectro
Es cierto que en estas elecciones existía una expectativa razonable de que las formaciones independentistas no llegasen a alcanzar la mayoría absoluta en el Parlament y los resultados han sido otros, pero también es cierto que el diagnóstico que ofrece la evolución del independentismo en las últimas elecciones celebradas en Cataluña es de retroceso y radicalización. No perdamos de vista que asumimos con normalidad que la mayoría secesionista se articula a partir de la decisiva participación en el proyecto de una fuerza como las CUP, explícitamente contraria al sistema, profundamente radical y completamente alejada de los valores compartidos por el resto de las fuerzas políticas.
La bisagra del independentismo político es una formación que se sitúa en el extremo del espectro y que nos permite constatar que el único “pegamento” que cohesiona el llamado bloque independentista es su afán de división y ruptura, pues no es creíble una mínima coincidencia ideológica o en el ámbito de las políticas públicas con una formación como las CUP. No lo olvidemos: sin las CUP “no salen las cuentas” de la llamada mayoría independentista.
La tercera interpretación de los resultados que permite constatar el fracaso electoral del independentismo es la –siempre cuestionable- interpretación en clave plebiscitaria de los sufragios. Creo que debemos partir de la base de que la compleja diversidad de Cataluña, ratificada una vez más en las elecciones del 21-D, se resiste a la intolerable simplificación que supone una fórmula binaria como la del pretendido referéndum. Cataluña es mucho más compleja que “sí” o “no” y, por eso, es un desprecio a esa riqueza plural querer ahogar la diversidad en procedimientos de decisión que se caracterizan por despreciar los matices. Si realmente se pretendiese decidir el futuro nunca debería hacerse a través de fórmulas reduccionistas. En todo caso, dicho lo anterior, lo cierto es que en el contexto excepcional en que se han celebrado estas elecciones, provocado por la actuación ilegal y presumiblemente delictiva del anterior Govern, los artilugios de la demagogia secesionista y su arsenal sentimental han tenido un despliegue sin precedentes.
La falacia de los “presos políticos” o de los dirigentes en el “exilio” y toda la caja de herramientas retóricas del discurso sentimental no han conseguido alterar una ecuación que demuestra que la opción secesionista existe y tiene apoyos, pero menos apoyos que la opción constitucionalista y estatutaria. Si en algún momento estuvieron movilizados los sentimientos del secesionismo fue en estas elecciones y, aún así, el resultado es el que conocimos ayer. No existe un caudal imparable de apoyos electorales al proyecto independentista. Ni existía antes del 21-D ni existe después.
Como reflexión de cierre, los procesos judiciales seguirán su curso al margen de los resultados electorales y de las fórmulas de acuerdo parlamentario que hagan posible, en su caso, la formación de un nuevo Govern. La grandeza del Estado de Derecho es precisamente ésa y ahí reside su superioridad moral con respecto a otras formas de organización de la convivencia social de triste recuerdo histórico. Naturalmente, esa misma fortaleza del Estado de Derecho exige una permanente vigilancia frente a cualquier nuevo intento de quebrar el orden constitucional. Así será. Sin duda.
Francisco Martínez es ex secretario de Estado de Interior y diputado del Partido Popular.
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