Cuando un movimiento social, cualesquiera que sean sus fines, no encuentra (o no permite) crítica alguna, acaba siempre desbarrando, y esto es lo que le viene ocurriendo y desde larga data al feminismo radical.
El hecho de que un centenar de mujeres francesas intelectuales y artistas (Catherine Deneuve, entre ellas) haya dicho ¡basta! firmando un manifiesto contra tanto desbarre y tanta censura no puede ser recibido sino como un golpe de aire limpio y fresco en una habitación llena de humo, ruido y furia.
Leamos un par de párrafos de ese manifiesto para entender hacia dónde apunta y con cuánta razón:
- “La confesión pública, la incursión de las autonombradas inquisidoras dentro de la vida privada, he ahí cómo se instala un clima propio de las sociedades autoritarias”.
- “Esta ola purificadora no parece tener límite alguno. Allí se censura un desnudo de Egon Schiele, aquí se denuncia un cuadro de Balthus colgado en un museo acusándolo de apología de la pedofilia o se pide la prohibición de una retrospectiva de Roman Polanski en la cinemateca francesa… al borde del ridículo, en Suecia se pretende imponer por ley el consentimiento explícito o notificado antes de cualquier relación sexual.
Y para concluir declaran: “No nos reconocemos en ese feminismo en el cual, más allá de la denuncia de los abusos del poder, subyace el odio a los varones y también a la sexualidad entre hombres y mujeres”.
El manifiesto de las mujeres francesas contra tanto desbarre y censura no puede ser recibido sino como un golpe de aire limpio y fresco
En su origen decimonónico, el feminismo fue ilustrado y liberal, incluso libertario, y se amparó bajo el título de “movimiento por la liberación de las mujeres”. Pero según señala María Blanco en su reciente libro Afrodita desenmascarada (Deusto, 2017), el feminismo ha sido “secuestrado por un escuela de pensamiento monolítico” que pretende ser la voz de todas las mujeres, siendo tan solo la de un grupo que -eso sí- ha adquirido un notable poder político.
Visto desde fuera, nos lo señala Ana León Mejía[1],“se diría que el feminismo fuese algo unitario, con sus pequeños matices entre escuela y escuela. Pero lo cierto es que esta unidad se rompió en los años noventa”.
María Blanco también denuncia en su libro lo que ella llama mamporrerismo, es decir, “aquellos que por la noble causa de defender o salvaguardar las ideas políticamente correctas desprecian e insultan a quienes osan cuestionarlas". Este fenómeno es evidente en el «nuevo feminismo radical», también llamado «feminismo de género», el cual hace gala de ese minimalismo intelectual en cual importa más el número de personas que comparten una idea “de fácil digestión” que la verdad.
En ese mamporrerismo se incluyen afirmaciones tales como todos los hombres son potenciales agresores; todo lo que nos rodea es patriarcal; todas somos víctimas; la prostitución y la pornografía son máximas culminaciones de la violencia machista; el origen de la violencia es patriarcal; la sexualidad es masculina y sirve a los hombres; el género se construye y no hay nada biológico en él, y un largo etcétera de mandamientos que son asumidos sin ningún cuestionamiento.
Ana León Mejía señala en la crítica del libro de Blanco lo siguiente:
"Como afirma la autora, citar nuestra herencia animal y cómo influye en nuestra psicología es para las radicales anatema, y yo diría que el suyo es un ejercicio ciego e irresponsable. Irresponsable porque, si no conocemos cómo somos, difícilmente podremos intervenir sobre esa naturaleza. Una naturaleza que es bio y psicosocial (las tres cosas a la vez) y que es mal entendida por quienes critican este concepto.[…] Es decir, nacemos hombres y mujeres, mal que le pese a Simone de Beauvoir, pero qué clase de hombres y mujeres seremos depende finalmente de muchos factores, tanto genéticos como ambientales".
La prueba de que la radicalidad feminista tiene espíritu censor está en la casi total ausencia en la esfera pública de datos comparativos acerca del feminicidio
Por otro lado, las relaciones siempre complejas y multidimensionales entre hombres y mujeres quedan reducidas dentro de ese pensamiento políticamente correcto, tan simple como agresivo, a un concepto multiuso: el heteropatriarcado, con lo cual se niega la complejidad y, de paso, anula cualquier posible reforma que elimine las aún existentes diferencias sociales por razón del sexo.
Para quien esto escribe, la prueba de que la radicalidad feminista tiene espíritu censor está, por ejemplo, en la casi total ausencia en la esfera pública de datos comparativos acerca del feminicidio. Veamos por qué: la tasa de feminicidios en España fue en el año 2016 de 5,2 por millón de habitantes, mientras que en la UE fue más del doble, concretamente de 11,7 (en EEUU, 39,6).
El periodista Manuel Llamasnos ha recordado que una encuesta de la UE referida al año 2012 decía que un 20% (lo que no es poco) de las españolas mayores de 15 años declaró haber sufrido alguna vez ataques físicos (incluyendo agarrones o empujones) o sexuales (el 6% dentro de ese 20%), pero ese veinte por ciento está muy por debajo de la media en la UE (33%). Por otro lado, el 11% de las españolas tienen miedo a ser agredidas, mientras que en la UE esa proporción sube al 21%, casi el doble.
Y para qué hablar del auténtico agobio exigiendo el uso antiestético y antigramatical de la duplicidad del género (“vascos y vascas”, “miembros y miembras”) que, careciendo de argumento alguno,ya ha conseguido que así se expresen políticos de toda condición y laya.
[1]http://www.revistadelibros.com/resenas/afrodita-desenmascarada-una-defensa-del-feminismo-liberal
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