De nuevo, estamos ante una decisión judicial inexplicable desde la lógica del ciudadano, que lo que espera de los tribunales es que apliquen la ley a los delincuentes.
Me refiero al auto del magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena en el que deniega la orden de detención internacional contra Carles Puigdemont que había solicitado previamente la Fiscalía.
Lo peor del auto no es, sin embargo, la parte dispositiva, sino los argumentos que utiliza para permitir que el ex presidente de la Generalitat se siga burlando de la Justicia.
El escrito de Llarena comienza dándole la razón a la Fiscalía, cuya petición de detención a las autoridades de Dinamarca le parece "razonable", porque "el investigado se encuentra fuera del territorio nacional, precisamente, para eludir un procedimiento penal que busca determinar el eventual alcance de su responsabilidad en los hechos objeto de indagación". O sea, que está fuera de España para no ser detenido y así eludir responder ante el Supremo de delitos tan graves como la rebelión, que, por cierto, en Dinamarca esta penado con cadena perpetua.
Tras ese piropillo al Ministerio Público, el magistrado se adentra en su escrito en una serie de consideraciones que van desde la sospecha con tintes detectivescos al manejo de argumentos impropios de un juez.
El juez del Supremo cree que el expresidente de la Generalitat ha puesto una trampa al tribunal que, si cae en ella, pondría en peligro el orden constitucional
Sostiene Llarena que el hecho de que el prófugo "desvele por adelantado su intención de trasladarse de lugar" sólo se puede explicar porque, en realidad, lo que pretende Puigdemont es ser detenido.
¿Qué busca con ello? Llarena responde: "favorecer una estrategia anticonstitucional" que persigue que se le permita "delegar su voto". En resumen: "instrumentalizar la privación de libertad para alcanzar la investidura".
El magistrado, tras hacer un juicio de intenciones propio de Sherlock Holmes ("la jactancia del investigado no tiene otra finalidad que buscar la detención"), insinúa que Puigdemont está poniendo una trampa al estado de derecho y por ello él, en respuesta a su añagaza, decide que siga pululando libre por Europa poniendo en ridículo a España y sus instituciones democráticas.
Pero, para que no se interprete su decisión como algo ya definitivo, advierte de su intención de "posponer la orden de detención a un momento en el que el orden constitucional y el normal funcionamiento parlamentario no se encuentren en riesgo por una detención que sería lógica en otro contexto".
Llarena asume así el papel de guardián del orden constitucional ¿De verdad estaría en peligro "el orden constitucional" si Puigdemont fuera detenido en Dinamarca? ¿Quiere ello decir que la Fiscalía ha puesto con su petición de euro orden en riesgo la estabilidad política? ¿Cuando y en función de qué circunstancias o hechos determinará el magistrado Llarena que ya ha llegado el momento de emitir dicha orden porque el normal desarrollo democrático está definitivamente a salvo? En fin: si no se le detiene ahora por motivos políticos, ¿no le está convirtiendo el propio juez en un fugitivo político?
Fuentes del gobierno se han apresurado a aplaudir el auto de Llarena porque "explica todas las dudas que pudiera haber".
Si había alguna duda sobre la contaminación política en la decisión del magistrado del Supremo, la opinión de Moncloa viene a despejarla.
El Supremo no debería actuar atendiendo a supuestas intenciones de los presuntos delincuentes y tampoco en virtud de criterios tales como la cantidad de votos necesaria para lograr una investidura. Menos aún, adoptar juicios en razón de la salvaguarda del orden constitucional. Para ello, ya tenemos otro tribunal.
El procés no sólo ha provocado efectos dañinos en una parte de la clase política catalana, sino que ha terminado afectando a los sólidos cimientos de nuestro Tribunal Supremo.
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