Lo primero que hay que decir es que Pablo Llarena, juez instructor de los presuntos delitos cometidos en torno a la ilegal proclamación de la independencia de Cataluña, ha evitado de un tajo al Estado español caer en la trampa saducea -como decía Torcuato Fernandez-Miranda, uno de los políticos más relevantes de la Transición española- que tenía minuciosamente preparada Carles Puigdemont cuyos méritos se circunscriben exclusivamente a su habilidad para escurrir el bulto en su propio y exclusivo beneficio y conseguir que los suyos no se den cuenta. A esa trampa se ha enfrentado su señoría desmontado de raíz la estrategia que el fugado de Bruselas tenía puesta a punto para salir indemne de su fuga, ser investido presidente en ausencia y culpar al Estado de ser el responsable único de su no comparecencia y, por extensión, del desmadre en que se ha convertido desde hace ya demasiado tiempo la situación política catalana.
La primera razón que ha movido al instructor de la Sala Segunda del Tribunal Supremo ha sido la de impedir un uso fraudulento de la euroorden, que es exactamente lo que buscaba el señor Puigdemont: quedar privado de libertad por fuerza mayor de tal manera que esa situación, buscada por él, le permitiera argumentar que si no acude a su sesión de investidura habría sido porque el Estado, a través de su brazo judicial, se lo habría impedido con su orden de detención. Y, efectivamente, eso habría deslegitimado al Estado para impugnar su nombramiento.
Lo que el político catalán huido de la Justicia pretendía cometer es un clarísimo fraude de ley y eso es lo que el juez Llarena ha evitado con un auto que es impecable porque emplea argumentación estrictamente jurídica sin ocultar los efectos políticos que pretendían generar las tretas de Puigdemont. Si no hubiera dictado un auto como el que conocemos, el posible nombramiento ilegal de Puigdemont no podría haber sido impugnado porque el Estado español hubiera sido quien habría provocado aparentemente su ausencia de la sesión de investidura.
El auto de Llarena es impecable porque emplea argumentación estrictamente jurídica sin ocultar los efectos políticos que pretendían generar las tretas de Puigdemont
Ése es el contenido preciso del fraude de ley que buscaba Puigdemont: retorcer el espíritu de la euroorden de manera oblicua para provocar efectos que no están previstos en ella para poder culpar al Estado de ser el responsable de su no presentación ante el Parlament. Eso y no otra cosa es lo que ha desmontado su señoría al describir el propósito del sujeto y poner de manifiesto la dimensión del fraude que él perseguía. Y no hay que confundir ni mezclar los distintos aspectos del contenido de su auto: lo ha hecho con argumentos impecablemente jurídicos y con su auto ha mutilado el fraude de ley, un concepto jurídico, no político. Otra cosa es que tenga, como en este caso, efectos políticos.
La segunda razón es la que se deriva de un hecho cierto: los delitos de sedición y de rebelión son delitos complejos. Delitos simples y universales son la violación, el asesinato, incluso la malversación de caudales públicos. Y para esos delitos fundamentalmente está pensada la Euroorden porque lo que no es, ni de lejos, habitual es que en el seno de los miembros de la UE se produzcan desafíos tan delirantes como el que está teniendo que soportar España. Por esa razón, esos otros delitos que implican efectos políticos tienen consideraciones distintas: en este aspecto cada país es hijo de su historia -y España ha padecido múltiples sediciones y rebeliones-.
Si Puigdemont hubiera viajado a París, Lisboa o Roma, otro gallo le hubiera cantado: habría sido inmediatamente detenido y mandado a España por la vía exprés
Pero hay algo que el Tribunal Supremo de España no está dispuesto a tolerar y es que sea la jurisdicción de otro país la que determine por cuáles de esos delitos debe ser juzgado quien los ha cometido en España. La cúpula del Poder Judicial español no puede admitir limitaciones de nadie, y no era descartable que Dinamarca, cuya legislación sobre este tipo de delitos complejos se atiene, como es natural, a lo que dicta su propia historia, pudiera imponer unas limitaciones que resultarían inaceptables para el Alto Tribunal español. Por eso, ante la muy improbable posibilidad de que exista una total identidad normativa del delito de rebelión entre Dinamarca y España, el magistrado instructor ha optado por cortar de cuajo el riesgo que se podía correr.
El Supremo no puede tolerar que nadie limite su acción judicial. Otra cosa muy distinta sería si el señor Puigdemont, en lugar de viajar a Copenhague -con billete sólo de ida, lo cual da una idea precisa de cuáles eran sus propósitos-, hubiera viajado a París o a Lisboa o a Roma. Otro gallo le hubiera cantado porque, según hubiera entrado por la frontera de cualquiera de esos países, habría sido inmediatamente detenido y mandado a España por la vía exprés. Pero eso no estaba claro en el caso de Dinamarca. Por eso sus abogados escogen con sumo cuidado el destino de sus artimañas.
Todos los encarcelados, los huidos y los que pronto serán procesados son responsables de un comportamiento colectivo y organizado en el que cada uno ha cumplido su papel
La tercer razón que ha movido sin duda al magistrado es evitar que, de todos los implicados en la comisión de un delito que es necesariamente coral, uno de ellos, el fugado, acabara siendo juzgado y previsiblemente condenado en la parte más baja de la sanción posible, la malversación, y los demás pagaran más condena al aplicárseles las más altas sanciones. En ese caso imposible de digerir, se daría la situación radicalmente injusta de que el jefe de la banda fuera condenado por lo menos mientras sus subordinados lo fueran por lo más. Y esto es lo que el auto que el juez de la Sala Segunda, que es tanto como decir la Sala Segunda en pleno -el juez Llarena dicta ese auto con la auctoritas propia y también la que le proporciona la Sala en su totalidad-, ha evitado y debemos felicitarnos por ello.
Él ha plasmado los criterios jurídicos del órgano al que pertenece. Hay que recordar que estamos ante un delito gravísimo, uno de los más graves, si no el más, de los incluidos en el Código Penal español. Todos los encarcelados, los huidos y los que pronto serán procesados son responsables de un comportamiento colectivo y organizado en el que cada uno ha cumplido su papel. Pero esta es una obra única que tenía un sólo objetivo y buscaba alcanzar un sólo colofón. Todos han sido copartícipes y responsables de esa acción colectiva. Esta es una unidad jurídica indivisible de autores para conseguir un fin único para todos. Y el juez Pablo Llarena ha vuelto a poner con su auto las cosas en su sitio. Es un escrito impecable e impagable porque apuntala de manera decisiva la defensa del Estado español y de la solidez de nuestro sistema democrático.
Cierto que en este mismo periódico se han publicado opiniones frontalmente contrarias -como la de su director- a las que aquí se exponen. Pero ese es el valor de El Independiente, donde la discrepancia se fomenta porque siempre enriquece el debate.
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