España, como muchos otros países del resto de Europa, se ha enfrentado a dos crisis que podrían ser consideradas sistémicas; por un lado, la Gran Recesión ha tensado las estructuras institucionales y administrativas de nuestro país, ha destapado profundas disfunciones de nuestro sistema político y, lo que es más importante, supuso una crisis moral ante la situación vital a la que muchos españoles se vieron abocados.
Derivada de ello, el movimiento separatista ha sabido aprovechar el momentum social, político y económico para medrar en campo abonado para el populismo, para lanzar un relato de soluciones mágicas, con estructura claramente teleológica y, naturalmente, con un enorme aparato de propaganda para amplificar esta narrativa, el paralelismo con experiencias como el Brexit es más que evidente.
Ahora bien, fijémonos que –a diferencia de lo ocurrido en el Reino Unido- España como país ha sabido encauzar esta coyuntura (con no pocos sacrificios), y la sociedad española ha reaccionado cívica y espontáneamente ante los desafíos planteados, fijémonos en el claro apoyo que los catalanes recibimos del conjunto de españoles cuando Societat Civil Catalana convocó las dos grandes manifestaciones del 8 y el 29 de octubre del año pasado, emergió con fuerza esa espontaneidad, esa resolución ante los problemas que tanto nos caracteriza, ante los problemas nos movilizamos sin necesidad de guía más allá que la generosidad.
El movimiento separatista nos ha ofrecido una Gran Oportunidad: desacomplejarnos como país
Y es que el movimiento separatista nos ha ofrecido una Gran Oportunidad, una oportunidad para desacomplejarnos como país, de creer en nuestras potencialidades, historia y proyección hacia el futuro, una España desacomplejada, proyectada hacia el futuro y con Europa como horizonte tiene una fuerza histórica que difícilmente podemos atisbar, nuestro espíritu, nuestra unión en la diversidad como seña de identidad, nos da todas las herramientas para ser el espejo donde la Unión Europea podría mirarse, lo complejo no nos asusta, nos favorece.
De hecho, parece que la crisis del separatismo catalán ha hecho emerger con fuerza un movimiento social y cultural, un marco mental propicio a poner en valor nuestro patriotismo constitucionalista, patriotismo democrático e inclusivo, la reconciliación con símbolos como nuestra bandera, símbolos de unión y respeto a la diferencia, este movimiento cívico de calado podría ser la clave de un gran cambio de mentalidad, de apuesta por el futuro, un despertar como proyecto que nos quite de encima las mochilas del pasado que nos autoimpusimos ingenuamente, podría ser el fin de un largo ciclo de depresión colectiva iniciado en la crisis del 98.
Debemos aprovechar esta Gran Oportunidad para pensar un relato ilusionante que proyecte al país hacia el futuro
Ahora bien, nuestra obligación, la de los ciudadanos, la clase política, los gobernantes, las élites intelectuales, es favorecer un debate profundo respecto a lo que debe ser España, debemos aprovechar esta Gran Oportunidad para pensar un relato ilusionante que proyecte al país hacia el futuro, un proyecto engarzado en la realidad de un mundo multipolar donde los valores de la Ilustración están siendo denostados en gran parte del orbe, una realidad líquida donde algunos pretenden que todo los sólido se desvanezca en el aire.
Hemos de pensar en cómo gestionar uno de nuestros principales activos: nuestra propia diversidad, la pluralidad, la diferencia, las distintas perspectivas del mundo que nos rodea, es un valor en sí mismo porque facilita el debate y la controversia, nos empuja a repensarnos, y tal como recordaba John Stuart Mill, ello es signo de calidad democrática porque pone en marcha los mecanismos de perfectibilidad de la democracia, pero una democracia que es un fin en sí misma, no un instrumento para alcanzar objetivos espurios, ni atajos, ni programas demagógicos.
Hemos de pensar en cómo adaptar la estructura administrativa del Estado ha esta nueva realidad, una estructura que maximice oportunidades y el Bien Común, que este aproveche las posibilidades de las nuevas tecnologías y en el que el “homo connectus” de nuestra contemporaneidad se sienta cómodo, pensar en una estructura en red reticular funcional y no en redes jerarquizadas, en un poder distribuido en el territorio que aproveche el expertise de cada zona, proyectos como convertir a Barcelona en una comunidad autónoma uniprovincial, con un sentido de cocapitalidad puede destapar las potencialidades económicas, culturales y de I+D+i de nuestro país.
José Rosiñol es presidente de Societat Civil Catalana
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