Una anticapitalista en Suiza se merecería tener un musical, como una amish en Nueva York escandalizada por las cremalleras y las pantorrillas. Suiza es como la brillante quesera en la que se guarda el dinero fresco con nieve y relojería, para que dure más y tenga sueños de príncipe. Anna Gabriel está ahora en el zoológico mundial del dinero, con sus billetes acebrados, con sus tigres de papel verde y negro, con lo que tiene de pajarraco un fajo y con lo que tiene de jirafa una pila de oro temblando.
En la Babilonia del dinero bañado y encerado y lañado con más dinero, Anna Gabriel, anticapitalista con ideología y flequillo de sílex, debería ponerse a bailar con hachas, romper escaparates, encender un fuego iniciático, stravinskiano. Yo el musical lo veo, la verdad. Más que el de Puigdemont, todo el día con una cosa de lámpara minera y lágrimas de tizne y cuernos, algo así de Leoncavallo. Quizá Anna Gabriel no ha ido como comando a prender esas hogueras de mármol que hace el oro allí donde se talla florentinamente. Pero sí ha ido a su musical de monja anarcoindepe. Más que estrategia de defensa, más que huida por las alcantarillas o las chimeneas con esa dignidad de deshollinador ceniciento, yo veo su conversión en heroína de musical. Hasta se ha cambiado el look, el peinado, se ha quitado la toquilla borroka y ahora parece una novia con el pelo suelto que canta a las colinas de la libertad de Cataluña y a los cielos del sueño secesionista, azules como el chocolate Suchard de la infancia.
La CUP nunca ha podido ver más allá de su ideología de tribu: el pueblo catalán está compuesto por los que se sienten pueblo catalán
La CUP, izquierda de cueva y tea, nunca ha podido ver más allá de ese pequeño agujero de la entrada o salida a su casa de oso, ni del círculo de luz pupilar que le dejaba su ideología. O sea, la ideología de tribu, autodefinida en ellos mismos, autorreferenciada, tautológica: el pueblo catalán está compuesto por los que se sienten pueblo catalán. Los demás serán otra cosa filistea o traidora. El pueblo elegido, con esa cosa veterotestamentaria que les queda, no necesita pues mayorías o consensos sino la voluntad de revelarse y actuar como tal. Es un acto de voluntad, pues, y no de legitimidad legal.
Así entendieron el 1-O, así entendieron la proclamación de la independencia, con gatillazo o con marcha atrás. Los otros, PDeCAT o Esquerra, aunque participan de esa misma episteme independentista, aún tienen buche para el cinismo, el tacticismo, el interés, la pela, el posibilismo, la paciencia y hasta el disimulo. La CUP, no. Son encantadoramente salvajes, y hasta mitigando su furor se quieren parecer a caballos liberados, como Anna Gabriel, que nos descubre ahora su pelo de poni y se quita esas camisetas de calaveras encarceladas y puños amartillados.
Anna Gabriel, dulcificada ya en señorita con invernadero o pastora de laúd, no declarará ante el Tribunal Supremo porque piensa que “no va a tener un juicio justo”. Pero creo que no lo hace sólo como Puigdemont, por canguelo de banderillero, eso tan español. Hay más convencimiento, más creencia. Los de la CUP son capaces de desmontar ante el Tribunal sus coartadas y excusas (la DUI simbólica, el teatrillo táctico para buscar un pacto), y defender que la independencia no fue un amago ni un ardid, sino ese acto de voluntad, ese acto creador, el puro Logos (Verbo), que no necesita más explicación. Son los últimos que quedan sin enterarse de que todo ha sido un engaño, de que el secesionismo ya sólo espera una forma digna de mantenerse en el circo político planeando otra venida, otra parusía, como una secta milenarista. Algunos aún se sacrifican por su platillo volante, que no vendrá. Pero no todos.
Anna Gabriel no declarará ante el TS sólo como Puigdemont, por canguelo de banderillero, eso tan español. Hay más convencimiento, más creencia
Anna Gabriel tiene algo más de miedo que otros, y quizá algo más de fe. Ya llega tarde a la internacionalización del conflicto, que está muerto, pero no renuncia a posar como virgen de la causa. Los de la CUP serán los últimos en enterarse de que el procés no llegaba ni a ser los Reyes Magos municipales. Ellos creen en una democracia que son sillas sacadas a la plaza, con brujas y tricoteuses y una cucaña en llamas; una teología de la horda o del linchamiento donde no valen leyes sino ese crujido de insecto o cereal que tiene su pueblo imaginado, esa voz como de mar en la caracola de la tierra y la historia. Nunca pensaron que las leyes, el Estado de Derecho, troncharían sus antiguos dioses de paja y haces, su bieldo de humo y gente. Pero así ha sido.
Anna Gabriel, tan guerrillera, como un Rambo con diábolos, se ha puesto flores en el pelo, habla en un francés de Amélie, se ha ido donde el dinero se fabrica a sí mismo igual que en algo de Escher y donde las colinas cantan con las cabritillas. Esa quesera del dinero o ese paisaje que evoca la paz blanca y enfermiza de los sanatorios. A todos se les va yendo la olla, por cartas de Napoleón o por episodios de Heidi. Una anticapitalista en Suiza, ya ven. Se los van llevando a todos sus contradicciones, igual que sus ángeles de tumba, desde sus acuarelas y sueños al agujero. Los rematarán la realidad y la justicia, cuando ellos ya se hayan quitado todas las horquillas, todos los disfraces, y nos los encontremos cantando o gritando por los prados como Don Quijote en bolas. O escondidos en la cueva en la que nació su creencia, inventada a partir de engordar y santificar las mentiras de los que los precedieron.
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