Hoy se someterá a debate de los grupos parlamentarios la derogación de la prisión permanente revisable (PPR). El debate surge por la enorme polémica social y jurídica desde su incorporación a nuestro ordenamiento jurídico penal a través de la nueva Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo, por la que se modifica la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre del Código Penal, de reforma del C.P que entró en vigor el día 1 de julio de 2015.

La prisión permanente revisable ha supuesto un hito en la política criminal de España, que desde tiempo atrás ha venido a desarrollar una línea de constante endurecimiento de las penas como solución al tratamiento de la delincuencia habitual grave y a innumerables asesinatos cualificados, como el de Mari Luz Cortés, Sandra Palo, Marta del Castillo, Diana Quer y otros casos no tan recientes pero que aún se encuentran en nuestra memoria. Es el caso del Alejandro Martínez Singul, apodado El violador del Eixample, excarcelado en julio de 2013 tras su segundo ingreso en prisión por la comisión de delitos contra la indemnidad sexual y más de 20 años en la cárcel por la suma de ambas condenas. Salió de prisión pese al pronóstico desfavorable de reinserción que presentaba según los técnicos especializados del centro penitenciario donde cumplió condena. Martínez Singul es de los pocos internos que ha sido sometido a la “castración química”.

La prisión permanente revisable ha supuesto un hito en la política criminal de España

Otro caso es el de Antonio Ortiz Martínez, el Pederasta de Ciudad Lineal, excarcelado en noviembre de 2008 tras cumplir condena por un delito de abuso sexual aun presentando un pronóstico desfavorable de reinserción. Durante su condena se negó a recibir tratamiento para agresores. Seis años después, en septiembre de 2014, fue detenido por varias agresiones sexuales a menores de edad.

Ante estos casos de delincuencia habitual grave, el Estado no ha contado con una respuesta legislativa eficaz. La ley española no permite que se adopte ninguna medida una vez que el preso queda en libertad tras el cumplimiento de su condena, presentando un pronóstico desfavorable de reinserción, ni tratamientos psicológicos, ni castraciones químicas, ni comunicaciones o preavisos, como en otros países. Exclusivamente acoge en su ordenamiento jurídico la figura de la libertad vigilada como medida postpenal en la reforma del C.P de 2010, la cual adolece en su regulación de medios personales para su ejecución, y por otro lado nuestro Código Penal, como la mayoría de los códigos penales, establecen un límite máximo de cumplimiento efectivo, 30 o 40 años.

La PPR, si bien supone una respuesta penal del legislador frente al problema de la delincuencia habitual grave, también genera debate político y social sobre su encuadre constitucional. No solo con el mandato de resocialización de las penas, sino con otros principios constitucionales como el de legalidad, el principio de proporcionalidad o el principio de prohibición de penas y tratos degradantes.

Ante estos casos de delincuencia habitual grave, el Estado no ha contado con una respuesta legislativa eficaz

Precisamente respecto a la posible vulneración del principio resocializador de las penas, la entrada en vigor de la Constitución de 1978, en su artículo 25.2, atribuyó a las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad un fin resocializador. Por tanto, conforme al actual modelo de ejecución, caracterizado por pretender que el tratamiento de prisión logre rehabilitar al penado, éste tiene derecho a que se le faciliten los medios para el desarrollo de su personalidad y su reinserción social. Y la sociedad también tiene derecho a esperar a que dichos delincuentes salgan en libertad con capacidad suficiente para no volver a delinquir, es decir, con un pronóstico favorable de reinserción bajo el brazo en el momento de excarcelación.

No obstante, es una realidad que no todas las penas privativas de libertad, con independencia de su duración, pueden responder a tal exigencia de reinserción social prevista en la Constitución. Consecuentemente, en aquellos casos donde no se consiga, el riesgo de reiteración delictiva se reparte entre el delincuente, que lo asumirá durante un cierto tiempo -durante el cumplimiento de su condena- y la sociedad, que lo asumirá desde su puesta en libertad sin contar con un pronóstico favorable de reinserción.

El Estado, para lograr esta efectiva reinserción del penado, ha encontrado una adecuada respuesta legislativa como es la prisión permanente revisable. El tribunal sentenciador deberá revisar la situación personal del condenado en un plazo determinado, tras el cumplimiento de 25 años de prisión, pudiendo en ese momento optar por suspender el tiempo de condena restante de cumplimiento -limitar la pena- en caso de concurrir los requisitos exigidos legalmente (presentar un pronóstico favorable de reinserción) o fijar un nuevo plazo de revisión -máximo un año después- para su situación penitenciaria.

En aras a la progresiva reinserción del penado, junto a esta limitación de la PPR se prevé, como en el resto de las condenas a penas privativas de libertad, la concesión de idénticos beneficios penitenciarios previstos para los condenados por PPR durante el tiempo de cumplimiento. Esto es, permisos de salida a partir de los 8 años; clasificación de 3º grado penitenciario a partir de los 15 años; libertad condicional a partir de los 25 años de cumplimiento efectivo y de 5 a 10 años para la remisión definitiva de la condena desde la obtención de la libertad condicional.

No todas las penas privativas de libertad pueden responder a tal exigencia de reinserción social prevista en la Constitución

Pese a los detractores de la PPR, según la regulación actual no es una pena ni mucho menos de por vida, ya que si es revisable nunca podrá ser permanente. Tampoco es una “pena definitiva” en la que el Estado se desentiende del penado, pues permite compatibilizar la existencia de una responsabilidad penal ajustada a la gravedad de la culpabilidad con la finalidad reeducacional del penado, así como el pleno respeto al resto de principios constitucionales como son el de legalidad, el de seguridad jurídica, el de proporcionalidad o el principio de prohibición de penas y tratos degradantes y derecho a la dignidad humana.

La PPR queda detallada en los artículos 33, 35, 36, 78 y 92 del Código Penal, que incluyen no solo una clasificación de penas de mayor a menor gravedad, sino el alcance, limitación temporal y contenido de la misma, así como el número reducido de los delitos para los que está prevista la PPR (supuestos de excepcional gravedad). Tampoco olvida el texto legal el respeto de la pena con el principio de proporcionalidad entre la gravedad del hecho, con la culpabilidad del autor, que debe adecuar la flexibilidad de la peligrosidad a la rigidez inherente al castigo, al considerar que la respuesta penal debe modularse atendiendo a los sucesivos diagnósticos de peligrosidad.

No debemos olvidar, fruto de este debate, la dificultad de tildar la pena de prisión permanente revisable de inhumana o degradante cuando el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha sido tajante al declarar que no es contraria al Art. 3 del Convenio Europeo de Derechos Humanos ni al Art. 15 CE -que proscribe las penas y tratos inhumanos o degradantes- ni cualquier otro precepto del Convenio. Basta con que la ley ofrezca la posibilidad de revisión de condena perpetua con vistas a la conmutación, terminación o libertad condicional del penado para que satisfaga el mencionado artículo.

Siguiendo esta línea, el Tribunal Constitucional y el informe del Consejo de Estado han emitido con claridad que la prisión permanente revisable no conculca con el Art. 25.2 de la Constitución al haber apuntado que, en materia de extradición, es suficiente garantía que la ejecución de dicha pena “no sea indefectiblemente de por vida”.

Conjugar los conceptos de reinserción y paz social, lejos de ser incompatible, es “de facto” posible y consecuente en el marco de un Estado de Derecho

El carácter constitucional de la PPR que sostiene el Alto Tribunal Europeo ha sido acogido en la práctica penal y penitenciaria de otras legislaciones de nuestro entorno como Francia, Italia, Inglaterra, Holanda, Alemania, Grecia, Dinamarca, Austria, Irlanda y otros países civilizados con mayor tradición democrática. No genera debate doctrinal, político o social desde su entrada en vigor décadas atrás, estableciendo similares plazos de revisión a la PPR en España. Éstos son de 26 años en Italia -denominada ergastolo-; 20 a 25 años en Gran Bretaña; 20 años en Grecia; 15 años en Francia, Alemania, Austria y Suiza; 12 años en Dinamarca y 7 años en Irlanda.

La constatación en nuestra sociedad de la delincuencia habitual grave sitúa así a la figura de la PPR como la necesaria respuesta legislativa que el Estado debía ofrecer desde tiempo atrás a este problema, pues difícilmente la pena agravada puede cubrir todas las necesidades preventivas que en estos autores, por regla general, se extienden más allá del tiempo que dura la pena.

Su necesaria existencia en nuestro ordenamiento jurídico se justifica así no solo por su encaje constitucional, acorde a los principios mencionados, sino por no contar el sistema punitivo con una “pena única” de estas características cuando, de hecho, ya existe en nuestra legislación para el caso de que las penas hayan sido impuestas en distintos procesos y no hubieran podido ser éstos enjuiciados en uno solo por falta de conexidad. En este caso, las penas podrán incluso acumularse de manera ilimitada, a tenor del artículo 76.2 del Código Penal, pudiendo llegar a imponerse por esta vía una condena de cientos o miles de años de privación de libertad. Resulta paradójico que este sistema de acumulación jurídica previsto en nuestro ordenamiento jurídico sea menos benévolo en cuanto a la duración que implica las penas de prisión casi ilimitadas en el tiempo y sin posibilidad de revisión de las mismas.

El debate doctrinal entre defensores del derecho penal del acto y derecho penal del enemigo no debe ni puede entorpecer la respuesta legislativa acorde a la realidad social, ya que la pena, independientemente de su duración, se basa en la culpabilidad del delincuente y no en su peligrosidad, debiendo orientarse de modo acorde a los mandatos constitucionales de la reinserción y rehabilitación. Conjugar ambos conceptos de reinserción y paz social, lejos de ser incompatibles, es “de facto” posible y consecuente en el marco de un Estado de Derecho. Toda vez que se acredite la definitiva reeducación y reinserción del delincuente, antes de su excarcelación definitiva se garantizaría consecuentemente el derecho a la seguridad del ciudadano y la inexistencia de alarma social frente a la colectividad.


Gema Martínez Mora es magistrada y Doctora en Derecho.