Puigdemont pasó por el otoño de su peluca como el de las cigüeñas, por el invierno de su bufanda de piedra como el de las estatuas, y ha caído cuando la primavera hace oasis en los brocales y en las peanas de los santos, que se lavan los pies con flores para morir ensartados en las rejas y en las sombras de los faroles. No vamos a ponerle a Puigdemont un Gólgota, él que ya se ha ido construyendo basílicas con banderas de lana y pupas de niño bien. En realidad su martirologio ha sido el del veraneante.
Puigdemont ha sido una especie de proscrito de Orient Express, un galeote de lujo que sudaba sangre de té en salones achampanados y veladas con espejuelos de ópera, un partisano con cagadero de oro. Él no estaba salvando la república catalana, sino su culo apeluchado. Era un mesías de balneario, un gurú de ribera, que dejaba a sus creyentes penando, encendiendo teas o cogiendo el jabón en el trullo, mientras él luchaba con las cucharillas de plata y el crudo cuero de los sillones de las cancillerías y las fundas de pipa.
Dejaba a sus creyentes penando, encendiendo teas o cogiendo el jabón en el trullo, mientras él luchaba con las cucharillas de plata
Puigdemont parece que ha escogido la época de su detención para que le hagan una cantata, pero no llega a mártir. No porque haya decidido luchar por su causa como un jubilado en Las Vegas, ni porque lo hayan cogido en una gasolinera huyendo como un ladrón de pollerías, cosa muy poco gallarda. Ni porque una doctrina que busca afanosa y lúbricamente la fusta para reafirmarse no tiene mártires, sino gozadores.
Puigdemont no es mártir porque no lo puede ser un cobarde, antes que cualquier otra consideración. Así que no le vamos a hacer el pregón. A un ladrón de pollerías no se le mece con gladiolos. Pretender robar toda Cataluña, que ése es su crimen, es mucho más grande que robar una pollería, pero no reporta mucha más gloria. Si acaso, sólo demuestra más hambre, más carencias sentimentales, metafísicas y democráticas.
Pretender robar toda Cataluña es mucho más grande que robar una pollería, pero no reporta mucha más gloria
Puigdemont no es ni mártir de su parroquia ni héroe beethoveniano. Él no se fue a una Europa sinfónica, como intentaba hacer ver, en contraposición a la España de corneta, sargentona, chusquera, solanesca, con sambenito y faca.
Él se fue a la Europa friki, a una Bélgica atrapada en sus tensiones y contradicciones territoriales, históricas y sanguíneas, que sobrecompensa sus complejos con puritanismos garantistas ideales para acoger a etarras y otros bucaneros ideológicos. En cuanto Puigdemont ha pisado la Europa fundante, esencial, nada menos que Alemania, rocosa como su filosofía y su barroco, lo han trincado como al pirata de atracción de feria que es.
Europa, la Europa del siglo XXI al menos, no es esa colección de aldeas con casco o jarra de cuerno que se imaginan los nacionalistas, hecha de pueblos mosaicos frustrados y sometidos a los grandes imperios o viejas naciones estado, y que tienen que liberarse para volver a un jaleo godo de campamentos o linajes o germanías.
En cuanto ha pisado la Europa fundante, rocosa como su filosofía y su barroco, lo han trincado como al pirata de atracción de feria que es
Esta nueva Europa se construyó precisamente contra los nacionalismos, para prevenirnos y protegernos de los nacionalismos, la gran lección, la dolorosa lección de dos posguerras. En Cataluña se manifiestan ahora los independentistas por la detención de Puigdemont como si fueran welsungos, pero, igual que antes, no se manifiestan contra Rajoy ni contra los barberos taurinos de la España de sol y sombra; se manifiestan contra la esencia de Europa, de su democracia y de su corpus de derecho, de moral y de historia.
Puigdemont se creía un guitarrista de la libertad de gira, acogido por una especie de Europa del amor de rebujón y de las margaritas en los sobacos. Pero sólo lo acogían los más rancios, los más reaccionarios del continente, los que aún pretenden destruir Europa con la peste a queso de su pueblucho. Puigdemont intentaba ridiculizar a España, rebajarla a una reunión de pastores de la Mesta o tribunales del agua. Pero era él el de la peluca como boina y el de la ideología como tranca. Sin valentía ni gloria, ahora sí se ha topado con Europa como contra el Minotauro.
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