Los independentistas han planteado su reto al Estado como una batalla esencialmente política, en la que la Justicia juega un papel subsidiario. Todo lo contrario al gobierno, que ha descargado el peso fundamental de su estrategia frente al soberanismo en la acción de los jueces.
Desde el referéndum ilegal del 1 de octubre Carles Puigdemont puso el acento en la violencia del Estado contra los derechos ciudadanos. Las porras frente a los votos. Un discurso fácil de inocular en la opinión pública europea, bastante desinformada de los entresijos de la política española.
Una vez que el desafío se concretó en una declaración de independencia por parte del Parlament y, ante la seguridad de que la Fiscalía actuaría en consecuencia, quedó rota la unidad de acción de los independentistas. El ex presidente de la Generalitat decidió fugarse con un reducido grupo de acólitos y otros, entre los que se encuentra el vicepresidente Oriol Junqueras, se quedaron en España, tal vez en la convicción de que la Justicia terminaría por amoldarse a un futuro pacto político.
La elección de Bélgica como país de refugio fue acertada. La certeza de que el tribunal de Bélgica rechazaría la entrega de los fugados por un delito de rebelión llevó al Supremo a la retirada de la euro orden. Fue el primer síntoma de que la estrategia jurídica sobre la que el Gobierno basaba su acción para frenar el procés incorporaba peligrosas grietas.
Sin embargo, desde Moncloa se extendió la tesis de que Bélgica era una excepción, una rara avis en el contexto europeo en el que la colaboración entre los estamentos judiciales primaba sobre cualquier otra consideración. La culpa, en fin, la tenían los independentistas flamencos.
Las declaraciones de Junqueras y Sánchez ante el juez Llarena ponen de manifiesto que el independentismo vuelve a estar crecido
La detención por parte de la policía alemana de Puigdemont, cuando regresaba de dar una conferencia en Finlandia, se consideró en fuentes del gobierno como un éxito sin precedentes, la puntilla al procés. Pero el Tribunal Superior de Justicia de Schlewig-Holstein se encargó de enfriar la euforia al considerar que no había indicios suficientes como para avalar un delito de rebelión que implica el uso de la violencia.
Desde el 5 de abril la sensación que se vive en el mundo independentista es de triunfo. Ya no es sólo la peculiar Bélgica la que pone pegas a la Justicia española, sino la fiable y sólida Alemania la que ha puesto en duda la piedra angular del proceso contra los independentistas.
Estoy de acuerdo con mi admirado Enrique Gimbernat, que ayer escribía en El Mundo un sesudo articulo sobre la cuestión titulado Alemania, obligada a entregar a Puigdemont por rebelión. La cuestión es que el Tribunal de Schlewig-Holstein no lo ve de ese modo.
Me llamó la atención un comentario en El Nacional.cat sobre la comparecencia de Junqueras ante el juez Llarena. Dice el periodista, citando al abogado de Junqueras, que el ex número dos de la Generalitat "no se ha encogido" ante el magistrado. Es decir, que se mostró firme y retador. Nada que ver con su primera comparecencia ante el mismo juez, en la que tanto él como el resto de los procesados dijeron respetar la Constitución e incluso la aplicación de su artículo 155. El líder de ERC cuestionó la legitimidad del tribunal para juzgarle. Llama la atención que en una indagatoria, un mero trámite, los acusados decidan hacer una manifestación ante el Tribunal, como si se tratara de una declaración formal.
Junqueras y Sánchez perciben que su causa está en ascenso, que el gobierno español se ha metido en un lodazal del que no sabe salir
Algo parecido hizo el líder de la ANC y candidato a presidir la Generalitat, Jordi Sánchez, quien descalificó al mismísimo Llarena al negar su imparcialidad: "No se puede ser juez y víctima". El argumento, por supuesto, no se sostiene: bastaría con mandar a los CDR a las puertas de la casa del juez para calificarle de "parcialidad". A Llarena ya le han convertido en víctima los que apoyan a los procesados.
La relevante de esta coincidencia entre Junqueras y Sánchez a la hora de aprovechar su comparecencia judicial para hacer ruido mediático es que ambos perciben que su causa está en ascenso, que el gobierno español se ha metido en un lodazal del que no sabe salir y que, al final, tendrá que haber una negociación. Término en el que han coincidido Puigdemont, Junqueras y Sánchez.
Lo que parece evidente es que no se puede tratar a Puigdemont como si fuera un violador o un narcotraficante y que, por tanto, es un error pensar que un tribunal de un país europeo va a aplicar el automatismo de la euro orden sin más.
El gobierno ha olvidado que en este conflicto tan importante es la Justicia como la política. La batalla de la opinión pública -por ahora- la están ganando los independentistas en Europa y mientras eso sea así es muy difícil que un tribunal de Schlewig-Holstein o de cualquier otro estado de por bueno un delito que supone la entrega a otro país de un político que ha sido elegido democráticamente, por muy ilegales que hayan sido sus decisiones en el ejercicio del poder.
El problema no es Llarena, ni el Tribunal Supremo, que han hecho un trabajo excepcional para procesar a los responsables de un plan inconstitucional que tenía como fin la ruptura de la unidad de España. El error ha sido del Gobierno, que ha ignorado algo tan esencial como la acción política, que supone no sólo trabajarse a los presidentes y primeros ministros de la UE, sino también a sus opiniones públicas. Porque, hay que recordarlo una vez más, una democracia es esencialmente un régimen de opinión pública.
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