Soy español y, regionalmente hablando, “catameño” -que no es sino híbrido de Cataluña y Extremadura- pues nací en Azuaga (Badajoz) y me trasplantaron mi familia y mis circunstancias a Barcelona cuando tenía diez años. Me permito esta breve referencia autobiográfica para que se entienda mejor lo que viene en las líneas siguientes.
Por ahorrar más detalles personales, diré tan sólo que, en los tiempos de mi juventud, allá por los años de la “Santa Transición”, lo que muchos gritábamos en las manifestaciones contra el tardofranquismo remanente y ante quienes encarnaban las responsabilidades del cambio democrático era “Llibertat, amnistía i Estatut d’autonomia”. Y lo gritábamos en catalán (no era una proeza idiomática), incluso quienes sólo por entonces chapurreábamos el idioma de aquella tierra. Pero es lo cierto e innegable que, in illo tempore, la autonomía regional no se pedía más que en Cataluña, País Vasco (aquí había otros que ya mataban porque pretendían imponer otras cosas) y algo en Galicia.
Vino luego el “café para todos” que extendió el modelo autonómico a toda la nación, modelo que tan discutido y discutible está resultando -pero esos son otros “lópeces”- y, por la vía de la igualación, se les ha venido proporcionando a los separatistas un permanente argumento para su descontento, argumento que para quienes no quieren entender las raíces históricas del problema catalán, vasco y gallego, es sólo un argumento “supremacista”. Sin embargo, como español que soy, pero también como “catameño” que igualmente resulto ser, puedo asegurar que, anclarse en la ignorancia de esas raíces históricas, no es sino continuar la senda de los desencuentros políticos y seguir alimentando las potencias de los independentistas.
Tengo la legitimidad que me confiere vivir en esa tierra, padecer lo que estos 'sátrapas' hacen contra los que no pensamos como ellos
Tengo, para sostener lo que digo y lo que diré, la legitimidad que me otorga enfrentarme -como lo vengo haciendo- allí, sobre el terreno, contra quienes han organizado el “golpe de estado” que se ha perpetrado contra España; pero también la que me confiere el hecho de vivir en esa tierra, padecer lo que estos “sátrapas” hacen contra los que no pensamos como ellos, y, asimismo, la que se deriva de mi convicción de que el “café para todos” fue una mala solución, que sólo ha servido para incrementar el gasto público, construir una monarquía federal sin atreverse a llamarla así, y, sobre todo, para que los partidos políticos tengan muchos más cargos públicos que repartir, más pesebre que administrar. Duro lo que digo, ¿verdad? Pero así lo pienso yo y así lo piensan millones y millones de españoles.
Pues bien, como quiera que no parece que exista predisposición política para eliminar las autonomías, ni siquiera para reducirlas, los independentistas tienen un argumento de consumo interno y externo que les da mucho resultado: “Cataluña está siendo tratada como La Rioja, Murcia, Cantabria, etc.” Ya sé que se me dirá que los independentistas habrían hecho lo mismo, aunque España no fuera una monarquía federal. Yo creo firmemente que no, que no habrían tenido esa capacidad. Pero ese debate es estéril, pues resulta casi una ucronía.
Si los separatistas nos han llevado hasta aquí se lo debemos a la Ley electoral, que les ha dado la ventaja de ser bisagra en las Cortes españolas
Evidentemente, los separatistas podrían haber hecho muchas cosas de las que han hecho, pero la respuesta habría sido más sencilla y, por obvia, ahorro espacio. No olvidemos, además, que si los separatistas nos han llevado hasta donde nos encontramos, también se lo debemos a la Ley electoral, que les ha dado a los partidos nacionalistas la ventaja de ser bisagra en las Cortes españolas; a la estulticia de Zapatero cuando le prometió a Maragall lo que le prometió; pero, también y de forma sobresaliente, a la inacción absoluta, a la enorme dejación de sus obligaciones, que Rajoy ha perpetrado sobre este problema, permitiendo que el suflé creciera hasta que el cáncer había “metastaseado” por todas partes. Ni siquiera aun teniendo mayoría absoluta en Congreso y Senado fue capaz de resucitar en el Código Penal el artículo que penalizaba la realización de un referéndum ilegal. ¡Qué gravísima responsabilidad histórica ha contraído Rajoy en todo esto, y qué poco se le reclama! A pesar de que dirá en su descargo que le pillaron los separatistas en un momento muy delicado para España.
Llegados a este punto -que es sólo un modesto, conciso e incompleto análisis de la situación- es lógico preguntarse por las soluciones, pues son muy complicadas: de una parte, los delitos cometidos por los separatistas son muy graves, puesto que, llevados de su síndrome de impunidad, han ido tan lejos que, ahora, dejarles sin reproche penal es imposible. De otra, la semilla del separatismo -esencialmente por la dejación del Gobierno Rajoy- ha calado tan profunda y tan extensamente en buena parte de los catalanes que reconducir eso es totalmente imposible si no se pone algo como contrapartida encima de la mesa.
Y, finalmente, si se lograra poner algo interesante encima de la mesa de negociación, dicha negociación no podría tener como interlocutores a los procesados, sino que debieran salir a la palestra otros interlocutores, los del catalanismo moderado (ahora desaparecido en combate), que quisieran y pudieran asumir con la valentía necesaria esa negociación razonable, pero poniendo, por parte de Cataluña, un compromiso formal, material, inequívoco y permanente de no volver a estresar a la nación española con más reivindicaciones inasumibles. Apuesto a que no faltarán quienes me tachen de iluso (en catalán puede decirse “sumiatruites”), porque eso es mucho pedir a las dos partes. Y, sin embargo, yo creo que no es pedir tanto y, además, en comparación con lo que ya estamos perdiendo y con lo que, sin duda alguna, perderemos en el futuro, sería un precio factible para todos.
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