Tenía 15 años. Me desmayé y lo siguiente que recuerdo al abrir los ojos era un desconocido besándome. Como dijo que era un príncipe a todo el mundo le pareció bien y hasta Disney me hizo una película. No fue burundanga, era una rueca.
Luego le contaron mi historia a las niñas a la hora de dormir como si fuera de lo más normal que a una mujer inconsciente se la pudiera ir besando sin permiso. Aunque, en realidad, muy normal no sería porque generación tras generación se ha ido dulcificando lo que me pasó. Y ahora que tras la sentencia de La Manada se ha reabierto el debate de los límites del consentimiento y miles de mujeres están contando en las redes las agresiones sexuales que han sufrido yo también quiero contaros mi historia.
Sole, Luna e Talia es el título original de la primera versión conocida de lo que me pasó. No fue juzgado en ningún tribunal, pero los hechos probados en vez de en una sentencia fueron recopilados por Giambattista Basile en 1634 en su libro Lo cunto de li cunti (Pentamerón), donde compartía páginas con Pippo (El gato con botas) y La joven esclava (creo que vosotros la recordaréis como Blancanieves).
Según la reconstrucción de los hechos que hace Giambattista Basile, después de perder el conocimiento por pincharme con el huso de una rueca, mi padre me llevó a una de sus mansiones del campo y me quedé tumbada en un trono de terciopelo, bajo un dosel de brocado. Después de un tiempo ocurrió por casualidad que un rey cazaba por allí cerca se acercó al palacio. Sin premeditación ni alevosía.
Aquel señor que yo no conocía de nada y que me doblaba la edad miró en cada una de las habitaciones, rincones y esquinas, y cuando me vio, siempre según el relato de los hechos probados, creyó que yo dormía y me llamó. Pero yo estaba inconsciente y no podía decir ni hola así que como para decirle que no. Entonces me cogió en sus brazos sin que yo pudiera ofrecer resistencia alguna, “recogió los primeros frutos del amor”, que era como en la literatura del siglo XVII llamaban a tener sexo sin consentimiento. Luego me dejó tirada en aquella cama y volvió a su reino, donde, según consta en el relato “debido a sus numerosas ocupaciones, no recordó ese momento como más que un simple incidente”. Nueve meses después de aquel "incidente" fui madre adolescente de un niño y una niña.
En la historia que Disney os contó yo era rubia y el beso de un príncipe lo que me despertaba del coma. Un beso, claro, no consentido. Aunque eso al guionista le daba igual y creo que nunca os ha llamado especialmente la atención al contarle esta historia a vuestras hijas. E hijos. Sin embargo, en el relato original de los hechos, el del siglo XVII, me despertaba gracias a que uno de los bebés que había parido, cuando los estaba amamantando, succionaba la astilla de lino que se había quedado clavada en mi seno.
Luego el rey adúltero que me había dejado embarazada se apiadaba de ellos y de mí, pero quemaba a su esposa en una hoguera, pero esa es otra historia. El adulterio, el asesinato y el embarazo adolescente desaparecieron del cuento popular porque seguramente generaba malestar a medida que os ibais sintiendo civilizados. Que a una niña inconsciente, sin embargo, se le acerque un desconocido y le dé un beso no tenía nada que objetar en la cultura popular. Y hasta se transformó en un bonito cuento infantil.
No opuse resistencia porque estaba inconsciente. Y puedo entender que en el siglo XVII no entendieran que aunque yo estuviera paralizada, y el rey no me forzara, aquello fue una violación. Lo que no comprendo es que todavía haga falta explicarlo trescientos años después. Sin consentimiento, el sexo es violación. Sea bajo un dosel o en un portal de Sanfermines.
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