Al Congreso de los Diputados, ese palacio en que los espejos tienen dentro bailes parados y muertos refrescándose la cara para sus discursos, llegaban sus señorías como a un hospital. “Muy pesimista”, decía estar Juan Carlos Girauta antes de entrar en el hemiciclo igual que al quirófano. “Rajoy sabe muy bien lo que tiene que hacer”, tranquilizaba (o intranquilizaba) Jorge Fernández Díaz. “Mañana puede ser un día histórico”, auguraba Joan Baldoví enredándose en la moqueta como en una alfombra voladora.
En el Congreso han muerto muchos y se han quemado, antes de ser siquiera proyecto de muertos, muchos más. Así que todos parecían ir con desfibrilador o extintor en el chaleco. A Rajoy, acostumbrado a estar muerto incluso cuando no se lo hace, el Congreso lo revive. Las volutas del hemiciclo parecen alimentarlo de un fuego de madera, un fuego de ángel o diablo de retablo, que lo convierte en un animal parlamentario que este jueves destrozó primero a Ábalos y luego a Sánchez.
Sánchez aún no encaja en el Congreso. Sí, uno lo ve allí, pero más como un fotomatón que han dejado los transportistas por error, o una máquina de cocina que entró por la puerta del lechero. Sánchez, el único que ha angustiado a Rajoy, ya con su presupuesto y su Champions en la misma champanera, Sánchez que nos tiene ahora en vilo con una moción de censura en la que no sabemos si es peor susto o muerte, de la que puede salir todavía algo más feo y raro que lo que sale de un huevo Kinder, Sánchez, decía, no daba miedo ni respeto. Parecía sólo alguien que había llegado con la llave de la taquilla equivocada, y al que habían puesto allí casi con las taquígrafas, como a esperar un telegrama de pobre o un tren expreso.
Sánchez no encaja en el Congreso. Se le ve más como un fotomatón dejado allí por error
Allí, con Sánchez casi con las taquígrafas, uno pensaba en la venganza de un remendón a punto de asaltar el poder, allí disimulando. Sánchez, así, rumiando su poder como alguien que sólo espera una carta o un novio soldado, mientras los políticos, los periodistas y hasta los ujieres vestidos de confederados van imaginando cómo podría quedar España con un gobierno de menudillos, con un PSOE socio de Puigdemont, con un Rajoy defenestrado o un Rajoy resistiendo o un Rajoy hundiendo a España y al PP con él, como si fuera un Sansón remolón.
Sánchez mirando la tribuna, subiéndose luego a ella, parecía un niño encaramándose para coger esa gran caja de galletas antiguas que es el hemiciclo, o intentando alcanzar el mueble bar de los mayores, esa caoba derramada de sangría. Arreglar España, salvarla de Rajoy, de esa como purpurina hortera de la Gürtel que parece que queda por ahí, no es tanto como llegar por fin a esa gula, a esa ambición, del salón de los dulces o el salón de fumadores de los mayores que quiere Sánchez. Gobernar, llegar a La Moncloa. O verse, al menos, presidenciable, político de verdad, no de Bertín Osborne, no de Jordi Évole, no de tiovivo con Susana. Empezar siquiera su campaña electoral para las elecciones, que le veamos en el sitio de mandar, que él cabe en la silla.
Pero Sánchez, hablando, no hace parlamentarismo ni proyectos de presidenciable. Intenta hablar como te habla la máquina de tabaco, o como esos ositos a los que les habla la barriga. Habla como un novillero de la política, como un pisaverde, vaguedades y eslóganes de fiesta de primavera, pero aquello no funciona. El coco de Rajoy frente a la buena percha de Sánchez no es suficiente argumento. Más cuando a la Gürtel la van a pillar pronto los ERE y otros muchos casos. Más cuando, para esta España que según Sánchez es como el Prestige, la solución es un gobierno o gobiernillo que necesitará el apoyo de toda esa como Comic-Con de podemitas, nacionalistas, separatistas y posetarras de todos los planetas.
Así, dicen, se recuperaría la “estabilidad política e institucional”, el honor perdido de política y la credibilidad del sistema. Sí, en esa carpa de antisistemas y anticonsitucionalistas, ahí encontraremos la estabilidad. Y luego, ¿para hacer qué? ¿Tabicar algo, abrir alguna claraboya? Y eso, ¿en minoría, o con ayuda de la chirigota de Torra, Puigdemont o Pablo Iglesias? ¿Y quieren ellos sólo cambiar jarrones de sitio?
El síndrome de La Moncloa vuelve sordos, ciegos y gordos de halagos a los presidentes
Rajoy, que hace un parlamentarismo de esgrima y sarcasmo, ocurrente, irónico, tranquilo y razonable, los fundió. Primero a Ábalos, extraño presentador de la moción con un tono de mesonero o de Aberroncho. Luego a Sánchez. La gente reía cuando Sánchez admitió dijo que aplicaría los presupuestos ya aprobados, y Rajoy les recordó todas sus opiniones sobre esos presupuestos. “Se trata de que Sánchez llegue [a gobernar]. Lo demás es literatura. ¿El programa? ¿Los presupuestos? Hasta los del PP valen”, decía el presidente.
Hay un síndrome de La Moncloa, ése que hace que los presidentes se vuelvan sordos, ciegos y gordos de halagos o autoengaños, y terminen locos tocándose la gaita de su gran reino. Rajoy y el arriolismo han hecho santuario de ese síndrome o maldición, una especie de tenebrismo o estatismo zurbaranesco (Rajoy es tan zurbaranesco). Rajoy tendría que haber reaccionado bastante antes, ante la corrupción, ante los evangelios apócrifos de Bárcenas, ante su propio nombre en la lista del diablo. Incluso tendría que haber reaccionado antes viendo lo que se venía encima en Cataluña. Y, por supuesto, también tras la durísima sentencia de la Gürtel.
Pero ya no es un combate entre Sánchez, el gatito ambicioso que se quiere subir a la mesa en la cena, y Rajoy, ese enfermo del mal de humedal de La Moncloa, decadente como la gota. Ni Rajoy ni Sánchez parecía que pudieran gobernar nada ya, salvo sus egos, y en el fondo era la suya una pelea y una agonía de nadadores atados, en este hemiciclo inundado de cocodrilos. Rajoy ganó este debate, pero eso da igual. El PNV apoyará la moción, y lo que iba a ser otra flecha salvada por Rajoy, y una mera exhibición de Sánchez, una presentación en sociedad, un hisopazo para sus creyentes, su partido, sus barones rebeldes, todo eso, sin embargo, puede ser el comienzo de este gobierno real de frikis, supremacistas, magufos, antisistemas y demás parafarmacia política. No ya un gobierno ruinoso, sino apocalíptico.
A Rajoy se le han acumulado muchas muertes anunciadas, que yo creo que él casi coleccionaba, como visones. Pero ésta debería ser la definitiva. Rajoy tendrá que dimitir por mucho que le insista la gaita o el fantasma que la toca borracho de legislaturas y triunfos económicos. Hasta Sánchez se lo pidió, que dimita. Rajoy puede pensar que quizá haya alguna ventaja, a medio plazo, en dejar un tiempo a un gobierno zombi, salpicando entrañas. Pero no creo que debamos, ni merezcamos, pasar por eso. Si Rajoy dimite, salvaría a su partido, salvaría al PSOE y salvaría a todo el país. Pero en el Congreso han muerto muchos mirándose aún la cara que tendrían de muertos. Los espejos del Congreso te maquillan siempre de muerto por eso mismo.
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