No es una guerra de símbolos, es una guerra con bayonetas realísimas en los ojos y en las narices. Los lazos pinchan como las alambradas que forman, y golpean con las manos fanáticas que los atan. El amarillo corroe la piel civil de la ciudad y el hierro sacramental de las instituciones, pero también despelleja al disidente. Los lazos son como las naranjas podridas de las calles, las palomas muertas de sus cornisas, pero también las lenguas arrancadas a los infieles, expuestas como cabezas cortadas en puentes levadizos. Una descomposición, una excrecencia, una invasión, un aviso de muerte del espacio público, pero también del ciudadano que se resiste, del mismo hecho de resistirse.
No hay intención declarativa o reivindicativa, sólo usurpadora e intimidatoria. No tratan de hacer visible una opinión, sino de inculcar, por aplastamiento, la idea falsa de que, efectivamente, no hay sitio físico, material, para otro pensamiento. Por eso tiene esa forma de cáncer vegetal, de mala hierba, de vida única que sólo puede sobrevivir matando lo demás. Salir a la calle como bajo pájaros de Hitchcock ganchudos. Salir a la calle y ahorcarte entre plásticos igual que una tortuga. Los lazos amarillos atravesados en la garganta como huesos de pollo enfermo. Colgados en tu casa como un vudú que te cala. Todas esas formas de asfixia de la democracia.
No tratan de hacer visible una opinión, sino de inculcar, por aplastamiento, la idea falsa de que, efectivamente, no hay sitio físico, material, para otro pensamiento
Nada, nadie, debería poder ocupar el espacio público de esta manera, colgando sus exvotos particulares, sus trenzas de muerto, sus candados en los ojos, hasta tapar el horizonte, los huecos que deja el sol en las hojas e incluso los paseos de los enamorados. Ninguna ley, ni ninguna policía de esa ley, debería permitir que se rindiera el espacio común a un alfombrado ideológico tan abrumador, tan borrascoso, y que además exige exclusividad como la exige el cielo. Menos aún alimentar esta floración venenosa regándola con toda el agua municipal, con toda la pereza funcionarial, a la vez que se reprime al pobre ciudadano que quizá pone una pequeña mancha roja, un pétalo de amapola como una sola pestaña caída, por no asfixiarse del todo en esos trigales de odio; o que barre un trozo de ese cielo impuesto, opresivo, como un techo de uralita. Menos, si cabe, se puede hacer asimetría con la violencia, asimetría invertida, encima, porque toda la fuerza, todo el poder, está del lado invasor, del lado abusador. Y menos, ya, en fin, se puede hacer taxonomía de bichos con ciudadanos, o sea ideología con categorías subhumanas, como ha hecho el alcalde de L’Ametlla de Maral, sin que se estremezca todo lo que pueda quedar de digno en la política.
Nada de esto debería ser posible en la democracia, en la civilidad, ante autoridades y leyes decentes y efectivas. Pero es posible, ya lo están viendo. Van a tener razón, al menos en parte, estos indepes que acusan a España de ser una democracia hecha como de granulado turco. En una democracia fuerte y avanzada, con conciencia cívica, con respeto por los derechos individuales (no por mitologías astrológicas de la raza o las tribus) y por el imperio de la ley, nadie, nada, ningún pensamiento minoritario ni mayoritario, ninguna autoridad ilegítima ni legítima podría abolir la libertad ni apartar las leyes a su capricho sin consecuencias inmediatas. Es normal que la autoridad catalana, que se debe a un objetivo totalitario, lo haga. Lo que no es normal es que las autoridades españolas lo consientan.
Nada de esto debería ser posible en la democracia, en la civilidad, ante autoridades y leyes decentes y efectivas. Pero es posible, ya lo están viendo
No son los lazos, no es el plástico, no es el amarillo anudado o en pincho o en estaca o en marea negra. Ni siquiera, en realidad, son los golpes. Es la asfixia. Todas esas formas de asfixia. La asfixia del ciudadano acosado por una ideología concebida para ser todo lo visible y todo lo pensable. La asfixia pesadillesca de la desesperanza de ese ciudadano al verse abandonado. La asfixia de las instituciones catalanas, tomadas, abiertas, vaciadas, cerradas, usadas arbitrariamente como una mera talega de la Causa. La asfixia de todo el Derecho ante una simple empalizada de macarrones. La asfixia pilosa de la presencia de Puigdemont usando palabras como justicia o democracia o delincuencia, engollipándonos a nosotros al escupirlas él. Y la asfixia incomprensible del Estado vencido por tiroleses de reloj de cuco y supremacistas de arado.
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