Sin necesidad de entrar en muchos distingos jurídicos, con la convalidación del Real Decreto-ley 10/2018 no ha hecho más que iniciarse un incierto y lento procedimiento para sacar del Valle de los Caídos los restos de Francisco Franco, tan incierto y lento del que se prevé incluso su caducidad en el caso de que transcurridos doce meses desde su incoación no se haya podido alcanzar el fin perseguido. De alguna manera, se puede pensar que el procedimiento no ha empezado con buen pie ni en la forma ni en el fondo.
Sobre la forma, nada he de añadir a las críticas formuladas sobre la cuestionabilidad de la figura del Decreto-ley. Me remito a las lúcidas reflexiones que al respecto ha escrito Félix J. Bornstein poco antes de la convalidación (El fetiche de Cuelgamuros). Realmente, si se quería actuar con urgencia no resultaba lo más indicado utilizar la vía elegida (que ahora se continúa un tanto extrañamente con la tramitación como ley del Real Decreto-ley, vigente desde su publicación oficial el pasado 25 de agosto, que a poco que se despacha de verdad con urgencia todavía bien puede trastocar lo ya convalidado en todos sus extremos.
Sin duda, más rápido habría sido recurrir –como ya en 2011 se advertía en el informe de la Comisión de la Comisión de expertos sobre el futuro del Valle de los Caídos— a un simple decreto gubernamental. Pero no quiero hurgar en esta herida, pues soy consciente de que no pocas de las críticas vertidas ocultan en el fondo, por decirlo suavemente, una escasa simpatía por la exhumación de los restos del cruel dictador. La salida de sus restos es una necesidad histórica imperiosa y apremiante, y poco importan las poco acertadas, contradictorias e inoportunas declaraciones previas del presidente del Gobierno sobre la falta de urgencia de la exhumación, después de la espera de casi cuarentaitrés años yaciendo en el lugar de honor de la muy católica y pontificia basílica.
No pocas de las críticas vertidas ocultan en el fondo, por decirlo suavemente, una escasa simpatía por la exhumación de los restos del cruel dictador
Las objeciones pueden ser aún mayores y más oportunas ahora que se ha de discutir, más allá de la exhumación, si es que al final se consigue, acerca del destino del siniestro Valle. Como las vacilaciones y rectificaciones sobre la resignificación del monumento expresadas abiertamente por Pedro Sánchez lo ponen de manifiesto, el Gobierno no parece tener una idea clara al respecto. Dejando de lado la discusión sobre esa “resignificación” y la posibilidad de poner el monumento funerario al servicio de un valor tan indiscutible como la reconciliación, la gran operación que parece proyectar el presidente es la conversión de los enterramientos de los “caídos” en un cementerio civil con paralelo mantenimiento de la basílica allí establecida.
Con ello no se habría ido más lejos que en el informe de la muy conservadora Comisión de expertos. Y la propuesta tiene truco, pues la cripta de los enterramientos ya tiene la consideración de cementerio civil, de un cementerio civil especial, sujeto a la titularidad estatal directa, como esa misma Comisión dejó bien sentado en su análisis del estatuto jurídico del Valle, que diferenciaba entre el espacio público del Valle, especialmente los nichos, y el espacio sagrado, la basílica y, dentro de ella, las sepulturas del dictador y del fundador de la Falange. En este aspecto, la propuesta de Pedro Sánchez no es nada. La conversión en cementerio civil ya lo ha hecho, gusten o no gusten sus términos, la Ley de la Memoria Histórica.
Por ello, si al mantenimiento del carácter público de los nichos se une el mantenimiento de la basílica, ha de entenderse que, por exigencia de los vigentes compromisos internacionales contraídos con la Iglesia católica, en los mismos términos actuales, queda aún más patente la inanidad de la propuesta del presidente, que en este punto coincide plena y conscientemente con el informe de la Comisión.
Mantener la basílica y el carácter sagrado de un espacio en el que se alojan los restos del dictador, que resulta inseparable, por lo demás, del tratamiento de los restos de Franco (por no hablar aquí del sesgo religioso y confesional de ese espacio, más que cuestionable desde la perspectiva de la Constitución), constituye en el fondo la otra gran decisión, la principal, respecto del Valle de los Caídos. Dado que el Decreto-ley no ha alterado el estatuto jurídico del Valle y de la basílica, resulta, pues, inexplicable que guarde silencio sobre el trámite esencial del procedimiento de exhumación del dictador y de la reorientación, resignificación o como se quiera llamar, del conjunto monumental. Los expertos lo dejaron muy claro, y el Gobierno, aunque calle, parece saberlo: al final, aun cumplidos todos los trámites del procedimiento diseñado en el Real Decreto-ley, hará falta la autorización eclesiástica, en su caso hasta pontificia, para sacar a Franco de su mausoleo. La Iglesia, sin duda, acabará dando su bendición, pero no será fácil, sin condiciones y sin que la Iglesia obtenga sigilosas compensaciones.
Pero al margen de las implicaciones de derecho internacional de esa autorización, el problema es aún mayor, porque la presencia católica en el Valle no es accidental ni marginal. Como muestra del espíritu de Cruzada de la guerra civil, es constitutiva y consustancial, por inescindible, con el conjunto monumental. Y, por lo mismo, no hay posible resignificación o reorientación del Valle como totalidad si se mantienen allí los recuerdos y presencias tan belicosos y tan incompatibles con tantos y tantos de los allí sepultados como los que implica esa basílica identificada con la cruzada religiosa y entregada a unos rectores tan identificados con el Régimen franquista como la de abades y priores de la trayectoria política de Pérez de Urbel y Cantera. Y este el realmente el problema: qué hacer con el Valle una vez exhumados Franco y Primo de Rivera y cómo borrar la afrentosa memoria fascista y nacional-católica que el monumento inexorablemente concita. Lo del dictador militar y del caudillo falangista es realmente episódico.
Al final, hará falta la autorización eclesiástica, en su caso hasta pontificia, para sacar a Franco de su mausoleo
No es de extrañar que las reflexiones más críticas respecto a las estrategias, procedimientos y retóricas oficiales para exhumar a Franco y dar un sentido decente al Valle hayan venido de las propias filas socialistas. Es que hay que ser muy poco radical, como Eduardo Madina, que se ha expresado al respecto en un recientísimo artículo (El Valle de los Avasallados), en el que, aún abriendo una puerta a la resignificación del conjunto, en el fondo solo la ve posible como una inversión de su significado: que el Valle, previa completa desacralización de todos sus ámbitos, dejara de ser un monumento a los verdugos y se convirtiera en un tributo a las víctimas de la represión franquista. Pero esta es una empresa muy complicada, si no imposible. El Valle a duras penas podrá nunca desprenderse de su significado fundacional. Hay mucha historia, muchos crímenes y muchos sufrimientos por medio.
Sintiéndome muy próximo a las ideas de Eduardo Madina, me sitúo aún más cerca del pensamiento expresado tempranamente por Santos Juliá en su dura réplica (Una resignificación imposible) al informe de los expertos de Zapatero, que abogaban, como ahora, a veces, también parece hacerlo Pedro Sánchez, por una mera manipulación discursiva (y poco más) de la faraónica obra mediante la construcción -“sin destruir ni cambiar nada”, la Comisión dixit- de un relato del triste pasado no tan pasado que el Valle evoca. Y Juliá no es sospechoso de ningún radicalismo, ni precisamente contrario a una reconciliación nacional, que en buena parte ve ya cumplida en la Transición y hasta antes de ella, ni a la misma Transición, por mucho que la hipoteca del Valle desentone de su visión tan admirativa de la “vía española” a la democracia.
Al sinsentido de esa reinterpretación discursiva del megalómano monumento también añade lo suyo la sugerencia de encomendar, por si no hubiéramos salido ya escaldados de la primera experiencia, a otra comisión, vanidosamente calificada ahora de “Comisión de la Verdad”, esa misma tarea de construir un relato unificado y consensuado, en definitiva, suavizado y maquillado, sobre nuestra trágica historia a raíz del alzamiento fascista de 1936. Además, es tarde. No solo por el tiempo transcurrido, sino sobre todo porque la Historia ya ha hablado y su veredicto, plural y no unificado, es incomparablemente más rico y más fundado que lo que un sanedrín de expertos convenientemente seleccionados puedan forjar como relato vinculante en un ceñido plazo.
El granito de la indiscreta cruz acabará pronto llevándola a la ruina intuida por el historiador
Por más que no me cierro a una resignificación como la que propone Madina para sacar al franquismo del Valle, lo que a mí me gustaría es que se adoptara una solución resignificadora como la que propone Santos Juliá: dejar que “la madre naturaleza siga su curso y resignifique por si sola, como campos de soledad, mustio collado, todo el conjunto monumental”, que las nieves en invierno y las jaras y los matojos el resto del año cubran y sepulten hasta el olvido el triste mausoleo. El granito de la indiscreta cruz acabará pronto llevándola a la ruina intuida por el historiador.
Mientras tanto, solo cabe exigir de nuestros gobernantes que, más allá de todo discurso y toda propuesta, ya sea de boca pequeña o con el más grande corazón, procedan inmediatamente al cierre del monumento, hoy campo abierto a la propaganda de los nostálgicos de la dictadura, a todo tipo de visitas, salvo, reguladas, las de quienes tengan allí hacinados huesos identificados de sus seres queridos. Como la exhumación del dictador, se debería haber hecho hace cuarenta años, y por ello es más urgente que se haga ahora. Otra cosa supondría complicidad con quienes siguen haciendo apología del franquismo en ese espacio público, mal que el cierre le pese al Patrimonio Nacional.
Jaime Nicolás Muñiz fue letrado del Tribunal Constitucional y administrador civil del Estado
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