Aquel día en el que esperábamos el nombramiento de los ministros de Sánchez uno a uno, con redoble. Era un Gobierno como de circo, en el buen sentido, entre aguerrido, chispeante, caracterizado e infantil. De verdad salía un ministro con bigote de forzudo, si tenía hacer de forzudo; o con lágrima de payaso serio, si tenía que ser seriamente risueño; o con león dócilmente encadenado como un reloj de bolsillo, si era un ministro con león. Y Sánchez con su planta de jefe de pista, con hombreras y botonera de maestrante o de ascensorista. Un Gobierno de estantería, con un oficio de ministros de Lladró si Lladró hiciera ministros. Aquel día, cuando cada ministro parecía un ángel de Charlie. Los esperábamos como en una Navidad de ministros, traídos por un presidente Papá Noel, un poco por necesidad, un poco por capricho, un poco por sorpresa. Aquellos nombramientos como de Óscar, tras tanto aparatik y tanto funcionario dormido sobre su tintero, derramado a suspiros. Los esperábamos como a novias sucesivas. Ahora pasa lo mismo, pero con sus dimisiones.
En realidad, queríamos querer a Pedro. Quiero decir que hacía falta una socialdemocracia posfelipista y poszapaterista, porque habíamos pasado del socialismo de la rosa con látigo de Felipe al socialismo Heidi de Zapatero sin ningún socialismo que fuera a la vez moderno y adulto (Susana sigue siendo un felipismo vaciado de talento y de ideología, reducido al folclorismo y a la santería, mexicanizado en un PRI con rocieros, de negocio y medallita). Queríamos querer a Pedro, que aportara equilibrio y sensatez al panorama de populismos mochileros, posmarxistas y tumultuarios de la izquierda del cabreo. Pero Sánchez resultó ser un travoltín que sólo ansiaba pista, aunque tuviera que pagar a los más gamberros del Congreso, y que se limitaba a desparramar purpurina mientras utilizaba lo público como campaña publicitaria.
Esperábamos a los ministros como a novias sucesivas. Ahora pasa lo mismo, pero con sus dimisiones
La primera campaña fue la de los nombramientos, con campanadas de champán. Entonces empezaron a decir que Iván Redondo era un genio. Luego vimos que sólo era como un interiorista de cocinas presidencial. Si no contamos a Màxim Huerta, un primer tropezón sin valor estadístico, podríamos decir que lo primero que empezó a fallar fue la estética. Ese amanecer de footing con perrito, duro y tierno como el de un trampero con perro; ese avión como un Air Force One preparado para que Sánchez hiciera de estríper; esos brazos, ah, como de Nacho Vidal… Pero lo que iba a fallar definitivamente iba a ser la ética.
Los ministros de Sánchez no están cayendo por el acoso de la oposición, aunque la oposición acose, que es lo suyo; ni por maniobras oscuras, que también las ha aprovechado el PSOE cuando se las ha encontrado (a ver si lo de Cifuentes fue sana argumentación política, o sólo disfrutar cortando las trenzas a la rubia con envidia y saña). A Sánchez le están cayendo los ministros por la propia medida de su boca ancha, por querer imponer una ética sobrehumana o al menos como escandinava, de ejemplaridad y ayuno, que aquí no aguanta ni un estilita con botijo. Cuando Sánchez dice que su Gobierno no tiene hipotecas, se le olvida esa hipoteca que firmó él mismo con esa ejemplaridad tan atrayente, tan publicitaria, tan ázima, tan barata al lanzarla como reclamo y tan cara cuando se te cae a los pies como los calzones.
A Sánchez le están cayendo los ministros por la propia medida de su boca ancha, por imponer una ética sobrehumana
Se ha dicho mucho que nadie aguantaría ese escrutinio de cada sobremesa, de cada pacharán, de cada copa, de cada baba. Que a la ministra Delgado la están juzgando por conversaciones privadas con ese recocido de la lengua pastosa y ese pavoneo de tirantes de las reuniones de compadres. Que no se puede consentir ese chantaje, que a cualquiera un día le puedan sacar un chiste de mariquitas o una paja que se hizo con un vídeo de Nena Daconte (esto lo pillo de una tira de Manel Fontdevila, creo) y asesinarlo civilmente. La verdad es que no se trata de la moral privada ni de los vicios de tu estómago o de tu muslo, sino muy al contrario, de un estricto asunto de moral pública. Tomar una red de extorsión con prostitutas como gracia, y aun más, como normal colegueo entre poderes del Estado, siendo fiscal de la Audiencia Nacional, es algo que debería inhabilitar a cualquier ministro dentro de cualquier ética y de cualquier política. Con más razón, dentro de esa ética y esa política de gnomos buenos de Sánchez. Esto, sin entrar en que mintió. Ni en las venganzas aplazadas con Llarena.
Pedro Duque, comparado con Delgado, sólo da lástima. Un gran coco, pero que sólo es un particular con su asesor fiscal y su notario de la esquina, que no habrá hecho nada ilegal seguramente, que es un gran tipo, tanto que no parece ministro, pero que también puede caer. Y no por cacería de la oposición, que siempre tiene que estar cazando, claro, sino por el propio ego de Sánchez, que se creía que podía ser el más guapo, el más chulo y el más santo.
En Moncloa creen que si cae otro ministro caerá Sánchez, así que aguantarán todo lo que puedan
Queríamos querer a Pedro, pero no. Se están cayendo todas sus pastorcitas y todos sus flautistas de Lladró de la estantería, que fueron ya concebidos con fragilidad y con horterez. En Moncloa creen que si cae otro ministro caerá Sánchez, así que aguantarán todo lo que puedan. Pero es cierto el temor. Lo que está pasando es que se cae todo el escaparate de Sánchez, que no tenía más que esa promesa de Navidad con la que nos ha decepcionado, como un Papá Noel de centro comercial. Su estética de espejito mágico es ridícula, su ética aún se puede emparentar con los oscuros encargos de Rubalcaba, y su política sólo tiene cáscara, además de ser dañina. Otra vez estamos esperando los redobles, el platillazo con el que caerá cada ministro del trapecio o del caballito. Sánchez nos metió en este circo que, al final, como todos los circos, es triste, pobre y da una íntima y solícita sensación de odiosa pero inevitable vergüenza.
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