El problema con Cataluña es que nos hemos acostumbrado a que sus políticos hagan el ridículo y ya no nos asombra. Desde que Artur Mas introdujo "la astucia" como recurso para regatear al gobierno de España, la política catalana ha derivado en una sucesión de engaños, despistes, disimulos y trampas que terminan por aburrir incluso a los más aficionados.
Lo ocurrido la semana pasada en el Parlament es una muestra perfecta de esa peculiar forma de hacer política. La cosa consistía en desobedecer al Supremo pero hacerlo de tal forma que el Supremo no pueda decir que existe desobediencia. ¡Pura astucia!
Puigdemont, cómodamente asentado en su chalet de Waterloo, maneja los hilos que sustentan al president Torra, que está encantado de ser la marioneta de tan insigne maestro, todo un espejo en el que mirarse. No me gustaría estar en el pellejo de los letrados del Parlament teniendo, cada poco, que corregir las barbaridades reglamentarias, cuando no jurídicas, de los escritos presentados por las astutas lumbreras del PDeCAT y de ERC.
Los independentistas se han habituado a vivir al margen de la legalidad. Son esencialmente antisistema. Contra España, todo vale. Se pueden cortar calles, carreteras, la línea del AVE, e incluso se puede cercar el Parlament o la Jefatura Superior de Policía de Barcelona, como justo desahogo ante la supuesta sordera del Estado español, que no se quiere enterar de que "el pueblo de Cataluña quiere la independencia". Hemos sabido, y tampoco ha provocado gran revuelo, que el operativo policial del aniversario del 1-O no fue dirigido por los jefes de los Mossos, sino por los políticos de turno (en concreto por Brauli Duart, número dos de la consejería de Interior). A eso se llama gestión profesional del orden público. Más de 4.000 agentes se manifestaron el sábado en Barcelona para protestar por esa intolerable intromisión. Terminaremos echando de menos a Trapero.
Los ciudadanos de Cataluña -los que no participan del aquelarre- deben alucinar al ver a sus representantes enfrascados en ese estúpido tira y afloja de la Generalitat con el Gobierno central. Primero, Torra lanza un ultimátum, luego le envía una carta al presidente del Gobierno pidiéndole una reunión en Barcelona; después, para no quedar mal ante su público ratifica el fin de las hostilidades con ERC y vuelve a ponerle fecha de caducidad a Sánchez.
Sánchez cree que puede pinchar el globo independentista con concesiones, pero sin ceder en lo que sus líderes ven irrenunciable: la autodeterminación
En la política catalana siempre hay que considerar dos variables: la pugna constante y no resuelta por la hegemonía nacionalista entre ERC y el PDeCAT (o sea, Puigdemont); y, por otro lado, el complejo ante CUP, los CDR y la llamadas organizaciones de masas, la ANC y Òmnium. Ninguno de los dos grandes partidos quiere ser tildado de "traidor" ante los objetivos irrenunciables de la independencia y la república por los que, en la práctica, tienen el control de la calle.
Todo lo hacen en esas claves. No fiarse de Madrid es connatural a su manera de abordar una "negociación" a la que siempre apelan pero de la que no esperan nada. Al convertir en irrenunciable la autodeterminación hacen imposible un acercamiento de posiciones. Negociar, para ellos, es una forma de ganar tiempo, de buscarse una excusa para "apretar" cuando llega el momento oportuno. Apretar, ¡qué término tan sutil! Eso dicen ciertos policías cuando recurren a métodos inconfesables: "Vamos a apretar un poquito a ver si canta".
Cuando quieren se guardan su astucia, y abiertamente ejercen el chantaje. Por ejemplo, cuando firman la paz entre ellos, "hasta que el Supremo dicte sentencia" sobre los presos del procés. La independencia judicial es algo que los independentistas no conciben, o tal vez no entiendan. Esto no es de ahora. Basta con recordar lo que decía el Estatut felizmente recortado por el Constitucional sobre la Justicia para hacerse una idea del modelo de estado que querían imponer en Cataluña: el autoritarismo más burdo, pero tocado con barretina.
Con este panorama y lo que ya llevamos vivido sorprende el adanismo del Gobierno. Cito a un dirigente del PSOE en conversación hace sólo unos días: "El globo nacionalista se pincharía si el Supremo decretara la libertad de los presos hasta el comienzo del juicio oral". Y tras la condena, el indulto, claro. No vaya a ser que se enfaden.
Rajoy ya intentó algo similar con la "operación diálogo" y las reuniones secretas de Santamaría y Junqueras y fracasó
Pinchar el globo, esa es otra expresión que refleja bastante bien el despiste del gobierno para abordar este delicadísimo asunto. Me suena a aquello de "desinflar el suflé", que decía Rajoy y que Soraya Sáenz de Santamaría intentó poner en práctica con la "operación diálogo". La vicepresidenta también creía que había margen para hacer lo que ahora se llama "desinflamar". En fin, conceptualmente no se ha avanzado mucho desde el gobierno de Rajoy al de Sánchez en lo que al tratamiento de la cuestión catalana se refiere: unos querían desinflar y otros desinflamar.
Sánchez, en su ¿ingenuidad?, cree que una dosis de sonrisa, unos grupos de trabajo y unos miles de millones pueden hacer el milagro de que el independentismo se diluya, pierda el apoyo de una parte suficiente de sus acólitos como para no repetir la mayoría parlamentaria de la que ahora disponen ¡Ay si todo fuera tan fácil!
El gobierno pone como ejemplo de que su estrategia funciona la "división del bloque independentista". Y ven en cada declaración de Oriol Junqueras una prueba de que el bloque se resquebraja. Parafraseando a la impagable portavoz Celaá, las desavenencias son una prueba de que el bloque soberanista "no está bien engrasado".
Junqueras siempre ha ido de bueno en esta película. Ya era el bueno cuando Santamaría se reunía con él en secreto. Tampoco las diferencias entre el líder de ERC y Puigdemont son de ahora. No hay más que recordar lo que ocurrió en los días previos a la declaración de independencia, de la que pronto se cumplirá un año. Pero, llegado el momento, ¿qué hizo ERC? Presionar al presidente de la Generalitat para que no diera un paso atrás.
Puigdemont y Junqueras son el poli bueno y el poli malo de una estrategia común. Ahora se darán pataditas debajo de la mesa hasta que el Supremo dicte su sentencia sobre los presos del procés. Luego, si la condena es dura, convocarán unas elecciones a cara de perro en las que competirán por ver quien aprieta más fuerte a Madrid, quien se gana las simpatías de los aguerridos CDR.
En Cataluña hay que dejarse ya de suflés y de globos y aplicar la ley. Al menos eso es lo que quieren millones de catalanes y, sin duda, la inmensa mayoría de los españoles.
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