"No hay mal que por bien no venga". Eso fue lo que, para estupor de casi todos, dijo el general Franco en su discurso al país tras el asesinato por ETA del presidente del gobierno, el almirante Carrero Blanco. Al final, se concluyó que había hecho esa afirmación tan inconveniente en aquel momento para subrayar que la muerte inesperada del almirante le iba a permitir enderezar la orientación de su gobierno poniendo, como puso, a un "duro" del régimen como se suponía que iba a ser el favorito de su mujer, Carmen Polo, Carlos Arias Navarro.
Pero Franco se equivocó de medio a medio con ese sorprendente comentario porque los dos años justos que transcurrieron entre el asesinato del almirante y su propia muerte fueron desastrosos para aquel régimen que terminó sus días con el fracaso de todos sus intentos para sobrevivir, fracaso que culminó con el fusilamiento, en septiembre de 1975 -dos meses antes de que se produjera el eufemismo profusamente utilizado en la época, del "hecho biológico", es decir, de la muerte del propio Franco- el fusilamiento, digo, de cinco hombres, tres del FRAP, Frente Revolucionario Antifascista y Patriota, y dos de ETA político-militar. Aquel episodio produjo la condena definitiva del régimen por parte de las democracias occidentales que sin embargo, habían admitido años antes a nuestro país en numerosos organismos internacionales. Pero aquello superó todo lo permisible y hundió al franquismo en el descrédito internacional más absoluto. Así que no fue cierto, sino todo lo contrario, que no hubiera "mal que por bien no venga".
Los ataques a la Constitución y a la unidad de España han provocado un sentimiento de reivindicación, apoyo y comunión con España
Por eso, desde que tuve cabal conocimiento de ese episodio de la reciente historia de España, he evitado siempre recurrir a esa muletilla que está cargada de peligros y que tiene potencial suficiente para desacreditar el análisis más aparentemente certero. Hasta hoy, día en que me voy a arriesgar. Y digo que no hay mal que por bien no venga porque compruebo, año tras año, que los ataques a la Constitución, a la Corona en general y al Rey Felipe en particular, y a la unidad de España están provocando la aparición de un sentimiento cada vez más extendido y cada vez más exhibido públicamente y -ésa es la novedad- de reivindicación, de apoyo y de afectuosa comunión con la idea de España y su cerrada defensa como proyecto actual, moderno, necesario y por eso deseable.
No voy ahora a regresar a bucear en la leyenda negra con la que desde el siglo XVII nos flagelamos, más que ningún otro observador europeo, los propios españoles porque para eso ya están investigadores como la profesora Roca Barea, pero sí quiero recoger una frase que el historiador Henry Kamen, harto de oír sus quejas sobre España, lanzó a sus alumnos españoles durante un curso en El Escorial: "Los únicos en todo el mundo que se creen ya la leyenda negra a pies juntillas son ustedes, los universitarios españoles. Me abochorna".
La izquierda no se ha recuperado de la memoria de Franco aunque sus militantes hayan nacido después de su muerte
Y, sin embargo, buena parte de ese espíritu autoculpable y despectivo hacia lo que significa España para sus propios ciudadano persiste hoy, fundamentalmente entre la izquierda y la ultraizquierda españolas. La izquierda todavía no se ha recuperado de la memoria de Franco aunque muchos de sus militantes hayan nacido muchos años después de su muerte. Pero han incorporado y asumido como propia la pretensión de aquel régimen de encarnar en solitario y en exclusiva la representación entera de España, de su Historia y de su imbricación en la conciencia de todos los españoles. La conclusión más inmediata es la de que, en este aspecto, Franco le ha ganado la partida emocional a la izquierda de nuestros días
Porque durante los tiempos de la República, de 1931 a 1939, no hubo dirigente ni político ni intelectual republicano que no defendiera con ardor a España, que no batallara en su nombre y que no buscara para la nación los mejores destinos. Es verdad que modificaron la bandera, cosa que no se hizo durante la muy breve I República española -menos de dos años de vigencia- pero siempre desde la defensa cerrada de su país. No hay más que releer los textos de Manuel Azaña o de Rafael Alberti para confirmarlo. Incluso la llegada del PSOE al gobierno de España supuso la asunción de la casi bicentenaria bandera bicolor que, salvo lo adoptado entre 1931 y 1939 por la II República, ha representado a nuestro país desde 1843.
La bandera de España y su himno fueron cedidos durante muchos años por la izquierda a la derecha
Pero ni siquiera Felipe González fue capaz, con toda su influencia, de mover a los suyos a la conformidad plena con la idea de España, de tal manera que durante todos estos años en los que hemos vivido en un país plenamente democrático, defender a España como idea y como proyecto se ha venido considerando algo sospechoso de portar efluvios de franquismo. Y, una vez más, y por declinación propia de su espacio político, la bandera de España y su himno fueron cedidos durante muchos años por la izquierda a la derecha. Esta es una situación insólita en el mundo entero. No hay un sólo país democrático en el que sus ciudadanos no honren y no se sientan identificados y plenamente representados por sus símbolos nacionales.
Franco murió va a hacer el mes que viene 43 años y la bandera española nos ha representado, si descontamos los tiempos de la II República, durante 175 años que se conmemoran estos días. No hay explicación política posible para ese desapego militante hacia los símbolos que nos representan. La única explicación fundamentada es emocional y precisamente por eso habla de un debilidad sentimental de la izquierda frente a un poder que, a lo que se ve, ha resultado más fuerte que las propias convicciones históricas de la izquierda, que fue el poder que el régimen franquista ejerció de manera excluyente durante 36 años y del que todavía hoy continúan ellos, los militantes de esos partidos, siendo víctimas.
Los nacionalismos vasco, catalán y gallego han ayudado grandemente a arrancar a los partidos de la izquierda de su conformidad y vinculación con los símbolos e incluso con el nombre de España. De ellos procede el borrado radical de ese nombre y sus sustitución un poco ridícula por la denominación de "el Estado". Hay una anécdota que cuenta que el ganador de un concurso de ámbito nacional de "tortilla española" que, como todo el mundo sabe, es la tortilla de patatas, resultó ser un establecimiento vasco que, naturalmente, lo anunció orgulloso en sus vitrinas. Pero la curiosidad está en cómo lo anunciaba: "Primer Premio en el concurso de Tortilla del Estado". Hay constancia gráfica de ese disparate, lo cual no garantiza tampoco que el episodio sea cierto. Pero sí es coherente con "el espíritu de los tiempos".
Los nacionalismos pretenden, ahora de una manera más evidente y obscena que nunca, acabar con la España de 500 años de vida en común y para ello primero necesitan imperiosamente aniquilar su nombre y el eco histórico y sentimental que éste comporta. No oiremos jamás a un nacionalista radical pronunciar la palabra España en términos respetuosos y mucho menos afectuosos o todo lo más cordiales. El término España sólo va acompañado en su boca de un elemento descalificador, sea éste el que sea en una gama infinita de variedad. Quieren, necesitan imperiosamente, borrar a España del imaginario colectivo y en esa tarea están desde hace décadas en democracia. Cuando Jordi Pujol estaba en el apogeo de su poder y de su prestigio en todo el país, yo recuerdo el esfuerzo que me suponía pronunciar delante de él en las múltiples entrevistas que le hice pronunciar la palabra "España". No porque él me censurara el uso de esa denominación sino porque yo tenía la sensación de estar rompiendo con ello un acuerdo tácito en la política española según el cual la nueva denominación, la adecuada, la progresista, la políticamente correcta, la verdaderamente democrática era "el Estado".
La izquierda, en su oposición a todo lo que pudiera evocar al sombra del franquismo, se sumó a los planteamientos nacionalistas
Bien, pues la izquierda, fascinada por la necesidad de oponerse a todo lo que pudiera evocar la sombra del franquismo, se sumó incauta a los planteamientos originales de los nacionalistas y defendieron en los primeros tiempos de la Transición incluso "el derecho de autodeterminación de todos los pueblos de España". Muy pronto se apeó el PSOE de esas posiciones y la autodeterminación se cayó de los proyectos de estatutos de autonomía que se negociaron en La Moncloa en tiempos de Adolfo Suárez y ahora los socialistas están abiertamente en contra de semejante pretensión no reconocida en el derecho internacional. Pero lo que no se cayó fue el desapego hacia los símbolos que nos representan y eso a pesar de los esfuerzo que hizo Felipe González por reconducir a los suyos hacia la conciliación con la bandera española y el himno nacional.
Pero es ahora, cuando España y su integridad territorial están verdaderamente amenazadas por el ataque más feroz y virulento que haya padecido el país en democracia a cargo de los nacionalistas catalanes, cuando parece haber renacido y estar creciendo entre la población el sentimiento de conformidad profunda con esta nación que garantiza los derechos y las libertades públicas de todos y la determinación de defenderla de la agresión sistemática y planificada por sus declarado enemigos. Es ahora cuando cientos de miles de españoles se están liberando de aquel complejo político impuesto por la izquierda y asumido colectivamente con escasas excepciones sin resistencia alguna.
Aquí está la explicación de que las manifestaciones en favor de la unidad de España para la permanencia de Cataluña en el seno de una nación a la que nunca dejó de pertenecer -salvó en una década, 1641-1651, desdichada para los intereses de la propia Cataluña, en que pasó a depender de Francia- y a la que seguirá perteneciendo en el futuro, se hayan multiplicado en número de participantes, como la celebrada este viernes pasado 12 de octubre en Barcelona. Es la reacción defensiva y por fin activa ante el ataque evidente de que España está siendo objeto.
Pero ese sentimiento, que antes no habíamos visto emerger más que en los éxitos deportivos de la selección nacional de fútbol, no está creciendo únicamente en Cataluña. Se está fortaleciendo a ojos vista también en todo el resto de España y eso no puede ser sino muy celebrado y aplaudido porque es la única vía que, además de fortalecer al país y su cohesión interna, cosa que España necesita intensamente, nos puede homologar por fin con el resto de las democracias que en el mundo existen.
No podemos seguir siendo una anomalía psicopática dentro del mundo libre. No hay razón alguna que lo justifique. Por eso me atrevo hoy a reproducir la frase que tenía desde hace muchos años borrada de mi vocabulario: "No hay mal que por bien no venga".
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