Sostiene el muy reputado científico Steven Pinker en su reciente, muy riguroso y documentado libro Enlightement Now (2018), que los que a sí mismos se llaman progresistas, realmente odian el progreso. No es que odien los frutos del progreso, pues usan los ordenadores y les gusta operarse con anestesia, pero prefieren negarlo sin fundamento empírico alguno. Se podría añadir que en ello consiste en nuestro tiempo, esencialmente, su razón de ser.
El progreso de las naciones -definido con toda precisión y vastamente medido y probado por Pinker- no es sino consecuencia del crecimiento económico que conlleva creación de empleo y sobre todo de la mejora de la productividad que posibilita pagar mayores salarios. Este axiomático argumento suele ser tácitamente ignorado por la praxis progresista, pues no pierden ni un instante en hablar acerca de cómo se genera la riqueza -deben pensar que su origen es divino- sino en su distribución a posteriori con argumentos aparente,aunque falsamente, justicieros.
El progresismo patrio lidera en Europa dos políticas, en favor del regreso al peor pasado
No contentos con considerar la creación de la riqueza un don divino -no siendo ellos, mayormente, muy creyentes- y estar muy atentos a su distribución arbitrariamente ajena a su producción, se pasan la vida inventándose derechos sociales que no son fruto de espontáneas demandas sociales, sino creaciones clientelares cuya única finalidad práctica no es tanto satisfacerlas como crear expectativas de dependencia del Estado; sustituyendo de este inmoral modo la responsabilidad individual de las personas por una actitud descreída y pasiva que arruina la esperanza de una vida mejor basada en la buena educación, el esfuerzo, el mérito, el trabajo bien hecho y todos los valores morales que hacen prósperos y grandes a los países mediante la elevación de su nivel de capital social.
El progresismo patrio lidera en Europa dos políticas, a cual más perniciosa, a favor de un regreso a nuestro peor pasado: poner obstáculos sin fin a la función empresarial y desbocar el déficit público. Todas las medidas acordadas entre el Gobierno y Podemos, en una insólita y ridícula representación teatral de igualdad de interlocutores, sobre los nuevos Presupuestos Generales del Estado están orientadas a restringir el crecimiento económico y sobreendeudar al Estado al estilo de la reciente Grecia, con las bien sabidas y muy tristes consecuencias.
A nuestros progresistas les debe parecer insuficiente el nivel de desempleo que padecemos, así que han decidido aumentarlo con al menos dos medidas: la subida del salario mínimo y el regreso de los convenios colectivos sectoriales
Todo el mundo sabe, sin necesidad de saber economía, que cuando los precios suben la demanda baja. También es bien sabido que en una economía de mercado, por muy intervenida que esté, el Gobierno puede aumentar los salarios pero no puede obligar a las empresas a contratar a nadie. Es obvio que ningún empresario –incluso si fuera progresista- contrata a nadie si su retribución está por encima de los ingresos que pueda producir. En todo caso, todos los estudios empíricos sobre la materia son contundentes: un mayor e indiscriminado salario mínimo limita la creación de empleo, justamente lo que mas necesitamos.
Todo el mundo sabe que cuando los precios suben la demanda baja
España lideró a nivel mundial, tras la última crisis, la tardanza en recuperar el crecimiento económico como consecuencia de su extrema rigidez salarial. Mientras países como Estados Unidos y Alemania optaron por bajar los salarios y mantener el empleo, recuperando enseguida su nivel de renta per cápita, en España decidimos subir los salarios y bajar el empleo hasta niveles dramáticos.
De este modo perdimos casi una década hasta que pudimos recuperar el crecimiento y el empleo. La limitación, aunque tardía, de los efectos negativos de los convenios colectivos sectoriales permitió un suceso histórico: que la tasa de crecimiento del empleo estuviera por encima -siempre estuvo por debajo- del de la economía. El regreso a los convenios sectoriales y su ultractividad, además de un anacronismo fascista, es una barrera a la innovación empresarial ya que las nuevas empresas se ven obligadas a cumplir obligaciones que interesan al status quo de las viejas y que atentan a la necesaria renovación de los tejidos productivos. El premio Nóbel de economía de 2006, Edmund Phelps en su ensayo Mass Flourishing (2013) sostiene que en el periodo 1990-2008 el empleo neto creado en EEUU. se debió casi exclusivamente a las nuevas empresas y todo el desempleo a las viejas.
En materia fiscal, los acuerdos progresistas no pueden ser más desafortunados: una economía con un recurrente y vergonzoso nivel de desempleo y una baja tasa de ahorro lo último que necesita es acentuar el vigente disparate de ser líderes en el maltrato fiscal de ambos factores del crecimiento económico. España necesita hacer justamente lo contrario, como defiende con seriedad el ex ministro socialista Miguel Sebastián: disminuir los impuestos al trabajo y al ahorro y en todo caso aumentar los indirectos. Curiosamente es lo que llevan haciendo con éxito los países seriamente progresistas: los escandinavos.
En materia fiscal, los acuerdos progresistas no pueden ser más desafortunados
Es bien sabido que los progresistas son expertos en gastar sin fin, pero no siempre consiguen aumentar a su gusto los ingresos fiscales pues muchas de sus variables no dependen de ellos, lo que termina desencadenando un creciente déficit fiscal, mayor deuda pública y dependencia -por falta de ahorro nacional- de los mercados financieros internacionales. Siendo el único país de la UE sometido a vigilancia por exceso de déficit y con una de las mayores deudas públicas del mundo, lo último que nos debiera suceder es perder nuestra autonomía financiera para entregarla -ya estuvimos en vísperas- a los llamados y tristemente populares “hombres de negro”.
Puesto que todas las evidencias teóricas, empíricas y hasta muy lógicas para la mayoría de la gente que no se siente dependiente de la ideología progresista se oponen a unos planes cuyas consecuencias no pueden ser sino negativas, la única explicación que tienen es doble: se trata de un canto de sirena electoral imposible de llevar a cabo por ahora con la intención de fijar intenciones de voto hacia falacias políticas que sólo pueden ser creídas desde una fe pseudoreligiosa, o bien, de llevarse a efecto conducirían a aumentar el desempleo y por tanto la dependencia del Estado de cada vez más gente y por tanto ¿la clientela política de los progresistas?.
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