Junqueras recibiendo como un monseñor en la cárcel, un monseñor antipapa o guerrillero, en una cárcel propia, hecha con sus banastas de plantación y sus sotanas y granates de Sanzio, algo como la cárcel piscinera que se hizo Pablo Escobar, pero en cartujo. El preso recibe en su biblioteca, como un señor inglés, con pipa y galgo y bata de Orient Express. Hemos llegado a eso, así se está haciendo ya la política. El preso recibe a una delegación negociadora, Pablo Iglesias, gente de los Comunes con tonsura y todo, más compañeros de ERC, y se hace un cónclave en la cárcel, en el salón de billar de la cárcel, en el fregadero de la cárcel convertido en mesa redonda y en iglesia de conjurados. Se reúnen allí y no para hablar de los feos negocios que hacen a la gente despachar en la cárcel, entre matones hipertrofiados, alubias asesinas y pinchos macerados en el retrete. No, no es Fariña, ni es el Pablo de Javier Bardem, ni tiene que venir mercancía granulada de la selva o de una china falsa. No, están ahí para jugarse España como un paquete de cigarrillos.
Pablo Iglesias no es el Gobierno, es sólo un mulero del Gobierno, el que pilota la goma que llega “donde el Gobierno no puede llegar”, según han dicho en Moncloa desplegando un doble sentido de cinismo y de papiroflexia de malo de película. “Si te cogen, lo negaré todo”, es la línea de diálogo que falta mientras le dan a Iglesias una mecha y un maletín. Qué iba a negociar Iglesias si no tuviera nada que negociar, si no sirviera para nada lo que allí se ha hablado, subastando España en una sala de tatuajes o en el tigre como una Altamira de mierda. El poder no hace falta que se lo otorgue Sánchez como si le diera ese salvoconducto alemán de las películas, con un sello de hierro. Sánchez no se ensucia sus manos de arcángel de espejo. Pero el poder que tiene Iglesias se ha notado al legitimar el talego como escenario político, como mesa de iguales. El poder se ha notado por la gente que ha reunido, como maestros de música y cocina para complacer a Junqueras como a un rey en camisón. El poder se nota en el objeto mismo de la visita. Qué iba a negociar Iglesias, sino los presupuestos de Sánchez, el alquiler de Sánchez, la sastrería de Sánchez. Quién puede querer eso más que Sánchez. Iglesias lo puede querer lateralmente, pero nadie más que Sánchez puede desear que entre el aluminio sórdido de la cárcel, entre las lavanderías de hombres de la cárcel, haya algo que contente al convicto y lo salve a él.
Sánchez no se ensucia sus manos de arcángel de espejo. Pero el poder que tiene Iglesias se ha notado al legitimar el talego como escenario político
Desde la cárcel, Junqueras ha pretendido imponer lo que quiere cualquier preso, la libertad y un cierto placer de victoria sobre el sistema gigantesco del Estado, como la victoria del pajarillo en aquel hombre de Alcatraz. La redención, de alguna manera, más que el simple sol del hombre en la calle. Ahora sabemos que los presupuestos no se aprobarán a menos que la Justicia se deje meter mano desde el Gobierno, la mano de arcángel lúbrico e impaciente de Sánchez. De momento, al menos. La solución intermedia, que Sánchez consiguiera su presupuesto sin el escándalo de torcer todos los barrotes de la Democracia y de la decencia política, parece que se ha esfumado. O no lo sabemos. Siempre el triste que está en la prisión puede tener una iluminación, un capricho melancólico, puede querer otro libro u otro pájaro. Y siempre el ambicioso puede tener el arrebato de pagar lo que haga falta.
Casi es lo que menos importa. Han legitimado el juego, los jugadores, la mesa de vicio y roña donde se ha barajado todo. Han legitimado una prisión como capilla de un general y la papilla asquerosa del rancho como la comida obligatoria que tiene que tragar el Estado de Derecho. Han legitimado que un Gobierno se sustente en que llegue alguien con capa o con un muerto a decir que el monstruo está contento y el negocio cerrado, que en Moncloa haya un montacargas que baje y suba con casquería y monedas. Han legitimado que validos o correveidiles tengan poder para hacer esto mientras el jefe disimula en vestidores como canchas de squash. Claro que tenía poder Iglesias. Junqueras lo recibió y lo rechazó como un monseñor caprichoso, en una cárcel con goteras de barco reconvertida en paraninfo para la simonía. A ese poder le correspondía otro igual y de sentido contrario. Es la peor lección. No sé si debería tranquilizarnos que no haya acuerdo. Aún. Porque ahí ha quedado la política, en ese abismo. Ahí seguimos mirando a una cárcel, a la taquilla de un golpista llena de cuchillas en manzanas e hilo dental asesino, como lo que hay en el otro plato de la balanza de la Democracia. Eso sí está conseguido.
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