El martes 6 de noviembre los ciudadanos de EEUU se dan cita para las elecciones de mitad de legislatura (midterms). O, en otras palabras, esas de las que casi nadie –inclusive buena parte del electorado estadounidense – se acuerda. No en esta ocasión gracias, más que nada, a la irresistible capacidad de atracción del presidente Donald Trump. Como resulta que ni Trump se presenta ni es previsible que el resultado le afecte de forma directa merece la pena recordar qué se va a decidir en realidad.
Y es que gracias a un sistema electoral diseñado hace 200 años para una sociedad rural y que se movía a caballo ésta no es una contienda electoral nacional sino 50, celebradas de forma autónoma en cada uno de los estados. Todos ellos con su propia legislación para, por ejemplo, definir cómo deben identificarse los votantes para ejercer su derecho o cómo establecer las circunscripciones electorales.
Asuntos en apariencia menores, basta valorar que en Estados Unidos no hay documento nacional de identidad; el nombre castellano Ana es traducible en media docena de variantes inclusive alguna esdrújula y que Annika, Anika o Hannika puede residir en el polisilábico Mississippi o el impronunciable Aquebogue para resituar el entusiasmo de los republicanos por asegurarse que los votantes se identifiquen correctamente con, digamos, dos documentos que incluyan fotografía y estos datos correctamente escritos; no solo, entiéndase, los votantes pobres propensos a apoyar a los demócratas y a no tener carné de conducir.
Los distritos electorales se redibujan cada diez años según criterios establecidos por el Legislativo estatal"
Algo similar ocurre con los distritos electorales, que se redibujan cada diez años según criterios establecidos por el Legislativo de cada estado en un proceso que, invariablemente, se usa para favorecer al partido con mayoría por la vía de concentrar a los votantes del contrario en unos pocos distritos o dispersarlos de tal forma que no tengan mayoría en ninguno.
Gerrymandering, como allí llaman al diseño creativo de circunscripciones electores, ha dado lugar a célebres distritos a salto de mata, sin continuidad geográfica o con forma de ocho. Así, en función de quién haya controlado el legislativo estatal de turno cuando se crearon los distritos actuales y quién haya establecido las normas que rigen estas elecciones, el teatro electoral es radicalmente distinto.
Si esto no fuera suficiente, desde el punto de vista electoral los votantes también tienen que decidir en cuatro competiciones distintas:una para todos los miembros de la Cámara de Representantes cada uno de los cuales representa un distrito específico enfatizando, por tanto, el aíre local de las elecciones.
Otra para elegir a un tercio del Senado que recibe a dos representantes de cada estado. Al mismo tiempo, los estadounidenses también eligen 36 gobernadores, cada uno inmerso en su propia carrera sobre cuestiones estrictamente locales.
Por último, los votantes (a estas alturas normalmente desconcertados y con abundancia de migrañas incipientes) se suelen encontrar, además, con una panoplia de elecciones menores y mini-referendums locales que algunas veces ni conocían de antemano y otras determinan el resultado en esa circunscripción.
La necesidad de transpolar a nivel nacional condiciones y resultados locales ha provocado momentos embarazosos"
La necesidad de transpolar a nivel nacional condiciones y resultados electorales esencialmente locales y en semejantes condiciones de divergencia normativa ha dado lugar a una industria demoscópica asombrosamente sofisticada y capaz de generar modelos cuantitativos notablemente complejos.
También ha provocado momentos espectacularmente embarazosos en el que toda esta complejidad y sofisticación resultó ser menos fiable que el malogrado pulpo Paul o el siempre infravalorado Rappel. Como el último momento de ridículo aún esta reciente los escaldados opinadores y analistas se están tomando estas elecciones con cierta prudencia.
Y es que Donald Trump, responsable de sacarles los colores a los expertos, no se presenta a estas elecciones, pero todo el mundo entiende que las cuestiones de política nacional están íntimamente relacionadas con las midterms. La dificultad estriba en dilucidar cómo va a traducirse esa relación.
Según las normas de la política convencional los votantes aprovechan la ocasión para arremeter contra el partido que ocupa la Casa Blanca. Como en los últimos 80 años el partido del presidente solo ha conseguido aumentar su representación en ambas Cámaras del congreso en dos ocasiones los demócratas esperaban aprovechar esta tendencia natural para lanzar una ola azul que les permita bloquear o incluso desalojar a Trump del poder.
Es probable que los demócratas recuperen el control de la Cámara de Representantes pero es improbable que sea tan espectacular como su descalabro de 2010"
Nada de esto, no obstante, parece que vaya a ocurrir. En el Senado ha querido la fortuna que a los demócratas les toque arriesgar 23 senadores frente a solo ocho republicanos y estos en estados que Trump ganó con cierta comodidad. Las particularidades locales también hacen que las aspiraciones demócratas en la Cámara se hayan ido desinflando: la última ronda de gerrymandering estuvo encabezada por republicanos y, aunque es probable que recuperen el control, es improbable que sea tan espectacular como el descalabro demócrata de 2010.
Además de la naturaleza de las elecciones, el desaguisado se debe a la propia indefinición del Partido Demócrata, que aún se debate entre narrativas electorales difíciles de reconciliar: la de clase defendida por Bernie Sanders y la identitaria alineada con movimientos como MeToo y Black Lives Matter, o una de centro, que a estas alturas está localizado varios grados a la derecha de Ronald Reagan.
Y por último está Trump. Si la imagen del político medio responde al calor del escándalo y a la presión de los errores con la resistencia y consistencia de las figuras de cera, Trump está hecho de látex. Desagradable al tacto y a la vista, ciertamente, pero tras dos años rodeado de actrices porno, abusadores domésticos convictos, cuasi pedófilos más o menos confesos y ministros dimisionarios que solo se ponen de acuerdo para definirle públicamente como un imbécil (moron en el inglés del ex secretario de Estado, Rex Tillerson), Trump recibe la misma tasa de aprobación popular que Barack Obama en 2010.
Y por eso sabe que convirtiendo las midterms en un pseudoreferendum sobre sí mismo puede adueñarse de la victoria o, en caso contrario, culpar de la derrota a los republicanos, insuficientemente trumpistas, de cada uno de los 50 estados. Como empieza a ser costumbre, parece que Trump nunca pierde.
David Sarias Rodriguez es profesor de Historia del Pensamiento Político, Universidad San Pablo CEU.
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