Rufián había mencionado los tiros de Tejero, ahí todavía en el techo del Congreso, que es como una sopera desconchada. Con Borrell de pie, en su escaño, algo romanamente, uno no podía sino acordarse de Gutiérrez Mellado, delgado, furioso y elástico como un general vietnamita, cuando no lo pudieron tumbar el 23-F ni a patadas. Borrell, de pie y solo, shakesperianamente solo, entre perdigonazos en la cara y pedradas de gallinero, volvía a evocar esa dignidad del que se levanta de la trinchera a aspirar el cigarrillo delante del enemigo, a ser valiente de una manera antigua, que es lo que le pasa a Borrell, aunque sólo a veces. Una valentía tan antigua que era de ésas por las que te aplaude el enemigo. Mientras desfilaban los de ERC, con Tardá como un capitán de rugby y Jordi Salvador como un españolísimo defensa con lapo, sólo Ciudadanos aplaudía, al principio. Yo me quedo con ese momento de soledad del soldado, un soldado abandonado hasta por los suyos, por ese PSOE sanchista que está siempre entre la cobardía y el cálculo, hasta para dar palmas.
Rufián había mencionado los tiros de Tejero, pero era como si esos tiros y esas palabras le rebotaran en el espejo que se lleva él para mirarse decir sus canalladas con pose de pasarse el secador de pelo o el recortador de barba. A Ana Pastor no le gusta la palabra “golpista”, porque ella es una señora seria y educadísima que está ahí como con un libro en la cabeza, sentada al piano del Congreso (ha acumulado en esa exageración todas las buenas formas políticas y de salón). Pero es que para dar un golpe no hace falta un bombero torero con pistola, como Tejero.
El escupitajo de verdad del día ha sido el momento de soledad y dignidad de Borrell, ese tiempo que tarda el PSOE en distinguir y en elegir entre la decencia y la canallería
Hay un golpismo por aplastamiento, asfixia y abuso de gentío y burócratas. Ese golpismo tiene noches de cristales rotos y señores que ya están en la tribuna de un parlamento aposentando su cojón caudillo y poniendo firmes a los diputados. Pero, además, este golpismo no sólo se queda en amenazar, pavonearse y asustar en el Parlament como fantasmas de un abuelo prusiano, sino que llega realmente a pegar fuego a las leyes, tan físicamente como si lo hicieran con las barandillas; a abolir ciertamente las leyes, no a cantar ahí una romanza con trabuco. Para dar este golpe aún más certero, ya digo, no hace falta ir de jotero con pistolones o de mexicano bigotón con canana. Y esto es lo que han hecho los independentistas. Tardá, un poco mexicano con bigote también, decía luego que ellos sólo se defienden ante los ataques y los insultos, que son demócratas resistiendo al fascismo. Pero los desconchones de Tejero se les caían encima, como la caspa de yeso de esos santos de palo, como la cagada de palomo que devuelve a la vida a las falsas estatuas vivientes de las plazas.
Borrell era otra estatua, pero una estatua de foro, una estatua palatina, mientras le pasaban por delante los verdaderos hooligans, esos tabernarios que escupen en orinal de bronce o en el suelo de serrín del Congreso (“serrín y estiércol”, le dijo Borrell a Rufián que era lo que esparcía). A Borrell le escupieron o le amagaron el salivazo a los pies, que es como el tiro a los pies, aún más matón. Borrell, ahí, levantado, ante el país y su política, ante su miseria y su esperanza, como en la escena de Bruto, frente a ese otro golpismo que se iba con sus mochilas escolares de abusadores de recreo, de piratas con cara de bollycao. Mientras, el PSOE no se atrevía a aplaudir. Ésos que se iban, y otros que también callaban, reposados en esa equidistancia y esa mezquindad de buhonero en la guerra, esos, al fin y al cabo, siguen siendo socios de moción y compañeros de alquiler de la Moncloa.
Aun con Borrell con la mano en el cortinaje de la toga, romanamente ya digo, uno tiene que acordarse de su entrevista en la BBC, cuando dijo que Cataluña era una nación y que él creía (convirtiendo la ley y sus tribunales en una opinión o en un concurso), que los presos del procés tenían que estar libres. Y de otras veces en las que Borrell también puede ser una especie de rotonda de la equidistancia, cuando se queda parado a mitad de camino entre la nobleza y la traición. Sin embargo, creo que ante ese desfile de galeotes patibularios, de golpistas que aún pretenden poner cara de gatito, tocaba estar con Borrell. Y el PSOE lo dejó allí solo, de pie, como un estilita de pan seco, como un profeta de cajoncillo, como un violinista en el metro. Ese momento de soledad y dignidad de Borrell, ese tiempo que tarda el PSOE como en levantarse de su perezosa cama rica, en distinguir y en elegir entre la decencia y la canallería, entre el honor y la vergüenza. Ése ha sido el escupitajo de verdad del día.
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