El aplauso a Rajoy hizo que el ex presidente se levantara a saludar como atorado. Rajoy tiene ya algo de futbolista retirado, que se sofoca atándose los borceguíes. El aplauso fue fuerte, como ocurre con todos los muertos. El PP van a refundarlo o a refundirlo a partir de sus muertos, de sus costillares de ballena, de su poder ahuesado, antiguo. Había que llevar a todo lo que fue el PP, lo bueno, lo malo, como las tentaciones de un santo, allí, al IFEMA, decorado con cielos teloneros y banderas acristaladas y vídeos de anuncio de clínica dental. Había que echar en aquel crisol el Fraga pantuflo, el Aznar cesarión, el Rajoy con su gorro de gobernar como un gorro de dormir, y Casado, claro, el futuro, que creía que había vuelto a la ideología, al pellizco, a la sintonía sentimental, y que había acabado con el PP de opositores y tecnócratas. Pero luego se encontró con que Vox ya se le había adelantado apelando al cabreo, a los corazones de puñal enjoyado, a la épica del soldadito de plomo. Rajoy y Casado estaban a esa distancia de centímetros de las estatuas de los emperadores, insalvable e innegable, la distancia de un puñal o una aguja envenenada. Quizá sin Rajoy no existiría Vox. Así que Rajoy estaba allí no como gran general ni como ejemplo sino como vacuna. El marianismo adormecido como un acomodador. También el PP tenía que aprender de eso, tenía que inocularse eso. Y tenía que enterrar eso, a Rajoy todavía con la manivela de la persiana y de la caja registradora.
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