Pablo Iglesias ha pasado de la soledad del gentío a la soledad de su batamanta, pero siempre estuvo solo. Me refiero a que un héroe siempre está solo, con el silbido del viento o el de las multitudes. Iglesias ha trazado una curva sentimental completa desde la soledad enardecida del líder, la soledad de estatua con el dedo tieso ante la historia, hasta la soledad íntima y gastroenterítica del desahuciado. Podemos nació de él, de Iglesias, de su icono, de su imagen de aparcacoches que se enfrentaba al sistema como al guardia por aquellas tertulias tarotistas de la televisión profunda. Y con él o en él tiene que acabar.
A Iglesias lo acompañaron luego sus amigos, aquel círculo de litrona de la izquierda posmoderna universitaria. Pero sobre todo, insisto, Podemos era él, esa coleta antiimperialista e imperial, como la cola del caballo de Felipe IV, un Felipe IV con monociclo en vez de caballo. Yo creo que todo fue por la coleta. Como en la estatua ecuestre, esa coleta hacía equilibrio galileano contra el bronce del sistema, del dinero de verdín y de toda la fragua imperial de la Plaza de Oriente, donde está a la vez toda la grandeza y toda la fritura de España. Podemos nació con Iglesias y se tiene que hundir con él o en él. Esas plazas con sus mochilas terreras, sus tiendas de campaña de muchachas indias y muchachos laceros, la Puerta del Sol con su gigante siempre tuerto por la estrella de la Navidad o la honda de la plebe, esa gente sin más que decir que son gente, se hunden con él en su sofá de Galapagar, su sofá ya de gordo, ya de rico, ya de triste hombre solo sin altar para su soledad, sin gloria para su soledad.
Iglesias/Podemos es infantil, antirracionalista, sentimental, fetichista y maximalista
Iglesias/Podemos usó el 15M para hacer de nuestra izquierda vieja una izquierda por fin totalmente posmoderna, enladrillando de gente esos libros que usaban para sus conversaciones de cueva. Como izquierda posmoderna, Iglesias/Podemos es infantil, antirracionalista, sentimental, fetichista y maximalista. Aprovechó aquel muy tardío Mayo del 68 nuestro, con gente comiendo y escribiendo adoquines y porros materiales y mentales, pero luego se encontró con la política de verdad y, como todos esos movimientos viscerales y mañaneros, tuvo que elegir entre la ortodoxia y la realidad. Con su pulsión iluminista, mesiánica, con esa coleta/cayado de Iglesias en fin, estaba claro que ganaría la ortodoxia. Así que esos Círculos ropavejeros, donde encontró al principio su ateneo y su karaoke la izquierda plazoletera, punki-subversiva y festivalera, se irían disolviendo en favor de la verticalidad del orden y la jerarquía. Tenían que venir las purgas errejonistas o arrianas. Una infecta pureza de fuego de bruja y cirio de vieja empezaba a atufar ese partido de la gente que era sólo gente, de las sonrisas que eran dentelladas y de los corazones que eran como culos morados, o al revés.
La decadencia de Podemos siempre se ha presentido con un peso de avalancha, porque iba siguiendo los pasos históricos de todos los desastres de la izquierda, nueva o vieja. Ahí está su venerada Venezuela chavista, llegando a la sangre tras todas las demás miserias, como siempre. Pero creo que esa decadencia tiene un momento de revelación, de Apocalipsis en su sentido etimológico: las elecciones generales de 2015, tras las que Iglesias se niega a sumarse al pacto PSOE-Cs para investir a Sánchez y, además, se empecina bizarramente en el problema de los “pueblos” y la reforma territorial, exigiendo el referéndum de autodeterminación para Cataluña. Luego, abundaría en el apoyo al marco teórico, la heurística, el “relato” del procés catalán. Pero en 2016, Iglesias ya se nos presenta como el líder medio desquiciado, como alcanzado en la frente por un rayo, de una izquierda totalmente radical, mitológica, antisistema, populista hasta lo palurdo, y que ha caído en el fanatismo de los nacionalismos, tan contrarios al primigenio internacionalismo de la izquierda. Iglesias hace suyo el discurso de la España facha, de la podredumbre del “régimen del 78”. No trae reformismo, sino una especie de limpieza más moralista que política, una cosa como espeluznantemente aria. Ésa no es la España del 15-M ni de la de los de arriba contra los de abajo, sino un plan de científico loco, y los votantes se han dado cuenta.
Iglesias tenía que acabar con Podemos entre el ego y la terquedad, entre el narcisismo y el vómito
Estaba todo listo para que el chalé de Galapagar, como un paraíso para los verdaderos galápagos al sol, viejos y calcáreos, en que se había convertido la pareja/partido, terminara por conducir a Podemos a la vulgaridad, a la normalidad de la política hipócrita. Lo de Iglesias ya estaba muy cerca de una falocracia tiránica de sultán de tetería y muy lejos de aquella transversalidad asamblearia, infantil y bongosera, pero todavía no repugnante, con la que empezó Podemos. Luego, se pudrió Madrid, se escapó Errejón, que siempre se quiso escapar, Carmena saltó de la silla como una abuela en una boda, se cansó Espinar y se cansarán otros muchos. Pero todo estaba ya antes ahí, la decadencia y la desintegración. Estaba ahí porque Iglesias era como un grupo musical de uno solo, como el cantante melenudo que no puede sino acabar con el grupo donde apenas hacen bulto grupis, palmeros y guitarristas repetidos como hermanos de Manolo Escobar. Iglesias tenía que acabar con Podemos entre el ego y la terquedad, entre el narcisismo y el vómito, entre el autoerotismo y el bajonazo.
“El comunismo fracasa triunfando y triunfa fracasando”. Eso, o algo parecido, me parece que dijo Escohotado. Le falta poco para conseguirlo, el triunfo total, o sea el fracaso total, el glorioso hundimiento. Le falta cada vez menos a aquel profesor de gomilla en la coleta y en la carpeta, que hablaba con tono jesuita, hipnótico, de seminario izquierdoso, y quería asaltar el cielo con palabras simples, populares, duras y cantarinas, como yunques, solo ante el sistema igual que un yuntero lorquiano.
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