Érase una vez una trabajadora andaluza que quería ser concejala de su pueblo, la noble villa de Cádiz. Figuraba desde hacía muchos años en la plantilla de una empresa pública cuando, de repente, le picó el gusanillo de la política (no se equivoque el lector, no es mi intención sugerir que la política española sea la afición favorita de los gusanos). La política municipal consumía casi todas las reservas físicas e intelectuales de Marta (que es el nombre de pila de la empleada). A costa de su trabajo, pero no de su salario, que seguía recibiendo íntegro mientras arengaba a sus vecinos.
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