Junqueras habló entre el incienso de sus propias glándulas, porque eso es lo que hacen los moralistas. El moralista está en el mundo como en la sauna de su moral, en ese vaho compartido por su espíritu y por su carne, que además invade nuestros espejos y nuestras gafas. Los moralistas son un coñazo porque llevan consigo la plaga pegajosa de sus prejuicios, sus creencias o sus neuras, que se expande gaseosamente haciendo de todo una catedral, un botafumeiro, una cantata de sus olores corporales o mentales. Pero ante la justicia, fría como un quirófano, todo ese vaho se hace lluvia meona, sentimental y ridícula, que es lo que le pasó a Junqueras. Junqueras se deshizo en su vaho, como los adioses en los espejos.
Estar ante la ley, al final, es como sentarse desnudo en el mármol, el mármol de la misma alegoría de la justicia, esa señora de culo frío, venda de piedra y espada en la nuca que te corta el punto si vas de tierno, de poético o de metafísico, porque allí te juegas el cuello, el materialísimo cuello. Excepto en el caso de Junqueras, que es como Juana de Arco y tiene ya las llamas en los ojos, pintadas desde dentro, desde los sueños o desde la locura. Junqueras estaba nervioso, hablaba temblón, pero no por jugarse el futuro, sino por esa excitación del reverendo que anticipa el sonido de sus verdades resonando en los pecadores, en los infieles, en la incredulidad, pero sobre todo resonando en el Cielo, única instancia que podrá juzgarlo. Junqueras estaba en otro plano, en otro mundo, hablaba para los ángeles de las volutas de su cama, para su juicio final, para su fantasía de monaguillo interrogado por Jesús o por la Virgen María como para el coro de sus santos o para su almanaque de Navidad.
“Somos buenas personas”, afirmó. Los independentistas, se refería. O los republicanos. Su comunidad, en todo caso, definida como “aquellos que somos buenos”, podríamos decir antropológicamente. Las buenas personas sólo pueden hacer cosas buenas, así que ningún delito, ni pecado, se les puede reprochar. El argumento, ontológico, circular, perfecto, es digno de San Anselmo. Escolasticismo puro. Irrebatible, aunque sólo para una lógica enferma. “Desde mi punto de vista, nada de lo que hemos hecho es delito”, afirmó también. La frase no fue seguida de ningún argumento legal, ni lógico. La fuente de su convicción era su propia subjetividad. No sé cómo todo Tribunal Supremo no se disolvió en ese mismo momento.
En ese grado de fanatismo, en ese capítulo del Génesis, está todavía él, o está su causa
Junqueras se presentó como el hombre bueno, como el hombre digno, como el Hombre, sin más. Su verdad, su actitud y sus actos emanan de la propia “dignitate homini”, según citó con todo el cerumen del latinajo. El hombre primigenio, libre y justo. Previo a las leyes, a los estados, a las convenciones, y cuyos valores vienen de la moral natural, de esa inteligencia moral insuflada por Dios (algo así creo que decía Tomás de Aquino). En ese grado de fanatismo, en ese capítulo del Génesis, está todavía él, o está su causa. Junqueras no es que no reconozca al tribunal, a las instituciones de España, a la ley. Es que antes está su ser humano de basílica, su derecho a la autodeterminación que sale no de las fuentes del derecho sino de las de un corazón vitruviano, y ese “democratic mandate” (lo dijo así para parecer Kofi Annan o Morgan Freeman) que no tiene nada que ver con la democracia sino con higadillos emocionales.
Junqueras se declaró preso político, se declaró hombre adánico, se declaró mártir y santo y concierto benéfico. Declaró hasta su amor a España, no un amor de San Valentín sino un amor de místico, universal y llagoso. Habló no desde el banquillo, sino desde un facistol de iglesia, desde su moral asombrillada como por un baldaquino. Pero en el mundo, en la ley, en la democracia, lo que decía Junqueras no era ni moral ni santo ni sublime, sino al contrario, una aberración democrática y humana. Lo que no entienden los beatos es precisamente eso, que su moral es en el fondo aberrante, acomplejada, sólo una grasilla que se intenta imponer a los demás.
Un gobierno de leyes y no de hombres”
La ley y la democracia no nacen de su inspiración ni de su coronilla, ni de su Dios ni de su tribu. Lo vino a decir el martes el fiscal Cadena, citando más o menos a John Adams: “Un gobierno de leyes y no de hombres”. Además, sin importar lo prominentes que sean esos hombres ni lo numerosa que sea su causa (cito otra vez de memoria). Esto es precisamente todo lo contrario a lo que dijo Junqueras, a lo que siguen diciendo Puigdemont y Torra, que la democracia está por encima de la ley. Desde un humanismo meapilas, desde un sentimentalismo madrero y desde un infantilismo lloroncete, Junqueras, el beato Junqueras, el tonsurado Junqueras, el prístino demócrata Junqueras, parecía más bien defender aquella burrada que Frost le sacó a Nixon, y que Dick Cheney recuperó con Reagan: eso de que “si lo hace el presidente, no puede ser ilegal”. Póngase Govern, o pueblo catalán, o Puchi, o Junqueras, o ERC, en vez de Nixon, pero tendremos el mismo repelús ante esa barbaridad que en Estados Unidos se tiene como icónica definición del abuso de poder, de la antidemocracia travestida repugnantemente de democracia.
Junqueras, arrebatado, casi erotizado por su fanatismo, renunció en realidad a defenderse, a salvarse ante los hombres, para salvarse ante su religión o ante sus fluidos. O ante esas cortes internacionales o esos editoriales de The Times que dirigen señores vestidos de Coronel Tapiocca. Aún perfumado de sus secreciones pituitarias, Junqueras dejó su “silla vacía”, expresión que usó mucho para referirse a la falta de diálogo ante el clamor indepe. Quedó en esa silla y en el ambiente su vaho cardenalicio y falso. Fuera de ese vaho puede haber cosas, leyes, tribunales, hombres sin moral como peces muertos. El moralista los señalará con superioridad y desprecio, pero sin salir de su vaho, en el que respirará o morirá, siempre, con la misma satisfacción, húmeda y ahogada.
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