En el invierno de 1990 y tras una amena comida, el escritor Juan Benet, mirando de soslayo a quienes lo acompañábamos, sentenció con gran solemnidad: “Ahora que ha desaparecido el comunismo sólo quedan ante nosotros dos enemigos de la Humanidad: el feminismo y el ecologismo”.
Quienes allí estábamos escuchando a aquel ingeniero amante de los trasvases pensamos que era una más de las boutades políticamente incorrectas en las que tanto le gustaba incurrir... Pero han pasado casi treinta años y uno empieza a pensar que quizá Benet tenía algo de razón.
El feminismo tradicional denunció la subordinación y el sometimiento de las mujeres por parte de sus pares masculinos a lo largo de los siglos. Denuncias más que justas en pos de una convivencia entre varones y mujeres igualitaria y por ello más razonable. Pero el feminismo de hace un siglo (ni el de hace veinticinco años) es el de ahora. ¿Qué ha cambiado? Que antes denunciaban y exponían razones y ahora mandan y ordenan. ¿Qué quiere decir esto? Pues que –al menos aparentemente- el feminismo radical de hoy ha tomado el poder. ¿Para qué? Pues para lo que se está en el poder: para imponer su ideología.
En una comida Benet sentenció: “Desaparecido el comunismo sólo quedan dos enemigos de la Humanidad: el feminismo y el ecologismo”
Las ideas del feminismo radical hoy imperante son a menudo incompatibles con las bases en que se asientan la Democracia y la Constitución, pues suelen estar muy lejos de la igualdad. De la igualdad ante la ley y de la igualdad de oportunidades.
El artículo 1 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 26 agosto de 1789 decía: “La Ley debe ser igual para todos, tanto cuando proteja como cuando castigue”, principio que está recogido en el artículo 14 de nuestra Constitución.
Pues bien, dos siglos largos después de la Revolución Francesa, el artículo 153.1 del Código Penal de una Democracia que dice ser avanzada –la española-, prescribe penas distintas según que el delito (malos tratos) lo cometa un hombre o lo cometa una mujer.
Cuando se planteó en las Cortes la Ley Integral contra la Violencia de Género (Ley Orgánica 1/2004), pregunté al ministro ponente, el de Trabajo, de dónde había salido tamaña desmesura, con la que nadie en su sano juicio estaba de acuerdo y de cuya redacción no se tenía ningún antecedente foráneo. Me quedó claro que la fuente de donde manaba agua tan cristalina la constituía un pequeño y aguerrido grupo de feministas radicales que habían encandilado con sus ideas a Rodríguez Zapatero.
Pues bien, de aquella lluvia han salido más lodos. Todos ellos consistentes en primero ganar la opinión pública (por incomparecencia del adversario, que ya no se atreve a opinar, pues sabe que será denigrado) para luego transformar en leyes mecanismos ventajistas de todo tipo, de suerte que por esta vía no reprimimos sino que incrementamos una de las mayores taras que soporta la sociedad española: el enchufismo, aunque ahora se lo denomine discriminación positiva.
Al menos aparentemente, el feminismo radical de hoy ha tomado el poder. ¿Para qué? Pues para lo que se está en el poder: para imponer su ideología
Así, por ejemplo, en estos días aparecen en el horizonte dos discriminaciones: a) la escasa representación femenina en los consejos de administración y b) la baja presencia de las mujeres en la ciencia y en las ingenierías.
En cuanto a los consejos de administración sólo diré que no son las únicas ni las más importantes discriminaciones practicadas contra las mujeres, pues esas direcciones empresariales son lugares donde el amiguismo brilla con luz propia, pero en cuanto a la presencia femenina en la investigación y las ingenierías convendría, antes de tomar (como me temo) decisiones legales de discriminación positiva, leer a algunos científicos. Por ejemplo, a Susan Pinker y su libro La paradoja sexual, en el que se aborda, entre otras, la siguiente cuestión: por qué las mujeres no son iguales que los hombres en sus carreras profesionales, a pesar de estar igual o mejor formadas que ellos.
Para responder, la autora pone en claro las diferencias biológicas entre los cerebros masculino y femenino, las diferencias en cuanto al aprendizaje y el desarrollo y en cuanto a las posibles profesiones. En efecto, las mujeres no tienen por qué desear las mismas ocupaciones que los hombres. De hecho, a las mujeres les importan menos los factores externos (dinero y reconocimiento) que a los hombres a la hora de valorar los trabajos. Por otro lado, las mujeres no suelen buscar los mismos objetivos ni profesionales ni vitales que los hombres.
Podemos concluir que cuando la gente de una sociedad libre puede actuar siguiendo sus ambiciones y deseos personales, es que estamos progresando
Para la autora, esperar que las mujeres actúen como los hombres o busquen los mismos objetivos es un pensamiento grupal (identitario) y antidemocrático. Y dirigiéndose a la facción más radical del feminismo afirma: "Negarse a reconocer los datos científicos sobre las diferencias sexuales es como negarse a admitir el cambio climático. Que tú no quieras ver un resultado o que no te guste por motivos ideológicos no quiere decir que no existe".
En definitiva, las pruebas muestran que cuantas más oportunidades tienen las mujeres –cuanto más rica y democrática es una sociedad y cuantas más posibilidades de elección tienen- más probabilidades hay de que escojan un trabajo a tiempo parcial, lo que incrementa la brecha salarial (Holanda es un buen ejemplo). Brecha salarial que si se quiere ser riguroso no puede medirse mediante una media aritmética (salario medio de los varones en comparación con el salario medio de las mujeres, diferencia que, en verdad, no dice nada) sino comparando los salarios ceteris paribus, es decir, a igualdad de horario y de cualificación.
En este sentido, podemos concluir que cuando la gente de una sociedad libre puede actuar siguiendo sus ambiciones y deseos personales, es que estamos progresando.
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