Y allí estaba el presidente, como un particular. Un presidente de gobierno descendido al cajón de huevería que son los libros ahora, los libros que se venden por el dorado de la solapa y por la entrepierna totémica del autor o del lector. Un presidente descendido a la planta de complementos, al negocio del metacrilato, al cóctel de comodoro de los hoteles con portero comodoro.

Al salón egipciaco, con la cara doble de Sánchez en cartón como una jota de picas, y dos libros como sostenidos por las ortodoncias de sus sonrisas sanchistas, iban llegando los ministros, segundos escalafones, miembros de la ejecutiva del PSOE, el pedrismo sin pana y lo que queda de ese socialismo de pelo naranja o de camisa de cuadros que ya no se ve tanto. Ábalos parecía un maître de un restaurante de Pavarotti, Pedro Duque andaba perdido como un poeta, María Jesús Montero se había traído el rojo grumoso de toda la campaña. Y mientras yo los veía en el saludo y en el roneo, allí tras un cordón de seguridad y cables como para recibir a Bono (el de U2), yo lo que pensaba era en el hecho de que un presidente deje de gobernar, o lo que haga, y se ponga las gafas de zurcir para dictar un libro como una nana de mecedora; y dedique tardes como éstas a la música de ascensor de los hoteles con pianos alfombrados, pianos como ruletas tapadas; y vaya repartiendo, no ya a votantes, sino a fans, sus labios pintados en papel o en dulce, como una camarera americana que liga con la tarta de cereza.

Están las ridiculeces que dice el libro, claro, pero sobre todo ese presidente desplanchado de ser presidente, el presidente como otro señor de la tele, de la fama, del coaching, enfocado en venderte su filosofía de petaquita y los secretos de sus pestañas floristas, sus croquetas mágicas o sus mañanas de taichí. El presidente apareció como un ciclista, en su podio de ciclista, acompañado de Mercedes Milá y Jesús Calleja. Sánchez había salido de la política en ese momento y estaba ya como en Bricomanía o algo así. Calleja, con sus caldos de serpiente o su cantimplora explosiva, y Mercedes Milá, con sus preguntas de abuela espídica pero pedagógica, eran ya comedia, o la ruleta de la suerte, o un sofá de Gran Hermano en el que habían dejado caer un libro como una bomba con espoleta. Un presidente con coreografía de teletienda, con latiguillos de El precio justo. Un presidente convertido en una yogurtera en venta.

Están las ridiculeces que dice el libro, claro, pero sobre todo ese presidente desplanchado de ser presidente

Mercedes Milá es una auténtica grupi y le dio a Sánchez “gracias por el diálogo”. Antes de Sánchez, antes de su libro, no había diálogo como no había gramática ni esperanza. Es lo que pasa cuando uno lo trae todo nuevo, la política y el mundo, en su morral de socialdemócrata humilde pero mesiánico. Ante las presentaciones dispersas, anecdóticas o chocheantes, yo sabía que Sánchez no tardaría en soltar eso de “yo he venido a hablar de mi libro”. Lo hizo, y por un momento creí que su libro con prosa de boy scout virgen iba a incendiarse ante el enojo inmortal de Umbral y de la gran literatura. Pero no. Él se puso a hablar de su libro, tomándose en serio su libro quiero decir. Un libro que según él hizo porque se lo debía a él mismo, a los periodistas y a la sociedad española. Nos debía, o sea, hablarnos de la música vienesa que sonaba en su cabeza cuando su mirada se cruzaba con la del Rey, cuando se hablaban sin palabras con ese lenguaje de barcos, de salvadores o de grandes faros de España. Nos debía iluminación. Nos debía ejemplo. Nos debía el infundirnos valor, contando cómo la gente lo animaba por la calle. Cómo sus hijas tuvieron que dejar la casa del árbol para salvar España. Cómo uno determina traer “un cambio de época”, así, sin más. Como se funda él mismo en era.

El libro rezuma “pasión, verdad, compromiso”, decía Milá, rendida. La verdad de cómo él tomó la voluntad ciudadana en su mano de antorchista olímpico para salvar no ya al PSOE, sino la socialdemocracia europea. De cómo su historia representa la del español, que cae por la crisis, pero que se levanta y se eleva como una figura de cartelería soviética. Sánchez es como una película de Rocky, con el ojo del tigre morado y los abdominales de herrería golpeados en la nieve del Congreso o de Susana. Cómo nos iba a privar de esa enseñanza.

Cómo no crisparse ante este ninja de la política que destroza todo mientras dice luchar nocturnamente por el bien

A Sánchez le dio tiempo a soltar un poco de mitin sobre las derechas, sobre Cataluña (está aún atónito por enterarse de que los indepes quieren la autodeterminación), sobre su firmeza y sus principios frente a la montonera de odio de la política. Cómo no crisparse, digo yo, ante este ninja de la política que destroza todo mientras dice luchar nocturnamente por el bien. Sánchez desveló que las ganancias del libro irán a las personas sin hogar, un poco como él, y el editor aseguró que el error sobre San Juan de la Cruz se había corregido en las nuevas ediciones. Hay siempre una nueva versión descargable de Pedro Sánchez, apenas se espera uno lo suficiente, para decir lo contrario o lo imposible.

El presidente confirmó con palabras el regalo para el mundo que ya habíamos visto por el libro que se considera él. Yo miraba las lámparas de araña del salón, con brillos de Ferrero Rocher, y pensaba que el acto debería terminar con una bola de discoteca bajando y con Sánchez convirtiéndose en Elvis. El libro nos da un Narciso grafómano, pero su presencia nos enseña su vocación de mocatriz (modelo, cantante y actriz, investiguen el neologismo) estropeada fatalmente por la política. Lo suyo es nadar en el brillo achampanado de las cosas, sea por un libro, sea por una campaña electoral; ese agarrarse a los brillos y al cabello de ángel del mundo. Sánchez tenía algo de Trump con morritos y pelazo, aunque con más bisbiseo, con más tono de confesionario. Pero los brillos, era esa manera en la que se le pegaban los brillos, como a la joyería, como al cuchillo.

Terminó la presentación y se fue el presidente, como un particular. Otro que vende sus espejuelos, sus instrumentos de dentista, sus astillas de su cruz, su vello, sus libros, da igual. Se vende él mismo o se regala como gran acto de amor a la humanidad, que es también autoamor. Lo malo será llegar a La Moncloa y darse cuenta de que es eso, un particular, que sólo tiene para ofrecer una especie de molde de látex de la política, de la verdad y de su cara. Bueno, a nadie le importa la diferencia, pensará. Y mientras, a resistir.