Vox no deja entrar a periodistas, a extraños, como en las galleras, como en las timbas. Su asamblea, oficio de domingo en sábado, era particular y tenía sólo un ojo de buey con un atril y su logo para ver en streaming. Me hubiera gustado estar allí, en el Teatro de Bellas Artes, que es apretado y apelusado como un circo pobre e invita a sentarse a las almas del pasado como a las visitas. Allí vi hace poco a Lola Herrera despedirse de su Menchu de Cinco horas con Mario, su burguesita clasista y acomplejada, su franquismo de babucha que tan bien explicaba toda una época de babucha. Un 23-F, una fecha escogida con la intención de no parecer intencionada, Vox, allí, en el sitio del ataúd del pobre Mario, representaba el velatorio de sus pasadas penurias y se frotaba las joyas de viuda del nuevo porvenir.
No podía uno estar allí, pero lo bueno del streaming era poder leer los mensajes del chat. Siempre hay trolls, infiltrados, saboteadores, derrapados, pero ver que aquellos mensajes de señor con soldadito de plomo o barco de botella no obtenían contestación ni reparos ayuda a imaginarse ese ambiente mental, emocional, que habría en el teatro, aun acallado por el protocolo. Mientras en el atril hablaban abogados con tono de notario o la presentadora, Mazaly Aguilar, con tono de coronela, la Red se manifestaba. “A mi orden sangre fuego por España” (sic). “Recuperemos nuestro país para los españoles”. “Viva España, joder”. “Tejero nos ve”. “Pedrete, sales antes que el generalísimo”. “Abolición total del aborto”. “¿De dónde soy? De España, católico y súbdito del Rey”. “Stop rojos”. La distorsión de Internet hace que la España viva suene muy parecida a la España muerta, esa España de funcionario muerto de Menchu, de su Mario muerto igual que dormía junto a ella, “como si te hubieras metido en la cama con un carabinero”.
Ortega Smith quiso resumir el espíritu épico del partido en mudanzas o en buhardillas
Al Vox crecido y apostólico, pues, lo teníamos que seguir por YouTube como un tutorial de cupcakes o del cuidado de la barba, esas barbas de Vox, entre Julio Anguita y el anuncio de Loewe con sonido de galope. La asamblea, al menos la parte escenificada, fue breve. Informe del tesorero, recuentos búlgaros de votaciones (como en todos los partidos), y luego Ortega Smith y Abascal contando más que nada recuerdos de los comienzos del partido, de la época dura, recuerdos como de una mili tierna. Ya hemos dicho que Vox es eminentemente sentimental. Su “España” o su “patria” son pronunciadas como “Esparta”, entre lo guerrero y lo sagrado, con algo de magdalena de Proust de rancho masticada con rabia. Apelan a unos “valores” que tampoco hay que explicar porque ya tienen el valor de la misma palabra, como un hermetismo recobrado; unos valores no cívicos ni generales, sino propios de un sentir español (“el único partido que defiende a España y los valores españoles”, había puesto alguien muy acertadamente en el chat). Es decir, toda esa querencia a la mantita emocional, doméstica, fetal, a ese pathos a al vez heroico e infantil de jugar con espadas de madera en una merienda eterna y madrera.
Ortega Smith quiso resumir el espíritu épico del partido en mudanzas o en buhardillas. La primera pizarra vieja que tuvieron, el cajón de fruta en el que se subió Abascal a predicar (precisamente como un predicador), la cafetería donde reunieron a una decena de personas… Es la épica del apóstol, que lleva su Verdad de las catacumbas al Imperio, y que es la metáfora de la victoria de la Religión contra sus enemigos, de la virtud del martirologio, narrada siempre en las religiones en las que el sufrimiento es virtud. Ellos predicaban para pocos, a veces con figurantes, llegó a confesar Abascal, pero insistían con la labor de diseminar la Palabra. Mi paralelismo no pretende ser sarcástico, sino fiel. Tienen los de Vox ese orgullo del humilde con su Verdad, que se sacude el polvo de las sandalias como escribió San Mateo, pero que sabe que su perseverancia será recompensada. Los planes divinos siempre son así. Y ellos no tienen programa, sino destino.
No hubo necesidad de hablar de programas, de proyectos, siquiera de cosas, cuando están ahí ellos con el pecho abierto
Ortega Smith recitó también su código ético, que era como de regla monacal. Son como ambiciosos escetas: vocación, disciplina, honradez, lealtad, sacrificio, trabajo... Todo un juramento templario. Abascal no aportó mucho más porque la asamblea era sobre todo de autoafirmación, como una iglesia de góspel que se felicita de atraer a nuevos miembros y de que el espíritu de Jesús penetre en jovenzuelos, skaters y raperos. El partido crecía porque la Verdad crecía, venía a decir. No era un aleluya por ellos sino por España. La Verdad crecía y la semilla daba fruto, lo mismo en el Barrio de Salamanca que en un bar de camioneros, donde agradecen y felicitan a Abascal por igual. Como ven, lo suyo es puro Evangelio. Cuando Abascal dejó caer algo de Kipling, del “If”, aquello de tratar como impostores tanto al triunfo como a la derrota, sabía que su Dios, en realidad, le perdonaría la falsa modestia.
No hubo necesidad de hablar de programas, de proyectos, siquiera de cosas, cuando están ahí ellos con el pecho abierto como un Corazón de Jesús de comedor parroquial. Para Vox, la política es algo que está escrito en el sentido común y en los viejos pergaminos de la piel de toro. Sólo hay que hacer lo que dice esa Verdad que se ve en la piedra de España o en la de sus barbas de busto de almirante. Si acaso, las alusiones son genéricas y simbólicas, o ad hominem, directas al hereje. “El gallo francés se les ha escapado del corral”, dijo Abascal refiriéndose a Manuel Valls. “Y tiene a Rivera como pollo sin cabeza”, añadió. Ahí estaban el animal, el extranjero y la aniquilación, como una alegoría, como Medusa grabada en una adarga.
Vox “es más un movimiento cultural que un movimiento político”, dijo Abascal. O sea, no esperemos política, sino sudorosa y placentera comunión emocional. Yo diría que Vox es un capote sentimental bajo el que, igual que balleneros, se arrebujan cabreados, acomplejados, rancios de banderín de Virgen y cornetistas de la patria. Abascal aseguró que no serían muleta de nadie y que lucharían contra el Frente Popular, esa hidra de muchas coletas. Les basta para autoafirmarse el sustento simbólico, la sopita emotiva y temblorosa y el enemigo más o menos tricéfalo. Algún intruso dejó escrito: “En este chat parece que estamos en el año 700”. Quizá no tan lejos, pero sí en esa época de Menchu. Al final, en un ambiente un poco de rosario, en el que hubo pocos momentos de aplausos, Mazaly gritó:“¡Viva España!” como la coronela que decía yo, y sonó el himno nacional. Y yo me imaginé a Menchu, claro, allí, con su viudez novicia y enaguada, saliendo del acto y comentando con algún afiliado: “Un gallinero, eso, una casa de locos, que por muchas vueltas que le des, la Inquisición era bien buena porque nos obligaba a todos a pensar en bueno, o sea en cristiano, ya lo ves en España, todos católicos y católicos a machamartillo, que hay que ver qué devoción, no como esos extranjerotes que ni se arrodillan para comulgar ni nada…”.
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