Forcadell era quizá de los más débiles, de los más expuestos, lo sabíamos ya desde aquellos días de vértigo y sinrazón. Como una avecilla calva en la alta cornisa del Parlament, daba paso a resoluciones y leyes de sombrerero loco y la veíamos atragantarse como con los huesos de lo que decía y proclamaba. Entonces, los otros aún posaban como mosqueteros de escalinata, daban discursos de gran colorido político o humanístico, gallináceamente, y hacían patria con romanticismo y lanceros. Pero ella, con su cara de levantarse con gripe, era la que tenía la misión de dar apariencia de legalidad a lo que era saltarse el reglamento, el Estatuto, las leyes, la Constitución y hasta la lógica aristotélica, allí como alguien que sólo canta los números del bingo. Forcadell, tragando espino o siendo el pájaro espino, hizo entonces de notaria de los locos sin poder siquiera aparentar locura. Ha seguido así en su declaración ante el Supremo, con un temblor de plumas y papeles, mojada y ahogada en sus papeles como en un pantano. Lo suyo era casi imposible de defender y ha sido eso, un largo ahogo de esa voz y de ese pulso suyos que firmaron cosas ya chorreando veneno por la manga.
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