La culpa, al final, para el guardia civil, sombra de lobo y luna de los caminos y de todo lo español. El guardia civil sigue siendo folclore porque es como un soldado con peineta, y tirar de folclore, de leyenda, de romancero, de torero y molinera siempre es un éxito en España. Antes que a Zoido, cualquiera preferiría a un guardia civil en la película del procés. Un guardia civil haciendo de malo o héroe con capa, de Zorro o Torquemada españolísimos, de vengador o de canalla de melodrama. Así que Zoido, ante el Tribunal Supremo, con voz, hora y ganas de enfermo con batín, señaló a Pérez de los Cobos, coronel de la Guardia Civil, o sea un civilón de los de echarle guindas al pavo, como responsable de todo lo que ocurrió o no ocurrió alrededor de aquel 1-O.
Zoido, que tiene una sombra funcionarial igual que Hitchcok tenía una sombra cinematográfica, siempre ha sido un político pasante. Estaba en política pero como entre dos cosas, dos asuntos, dos carreras, dos amores; entre su magistratura y su cofradía, entre Javier Arenas y el abismo, entre alcalde y cobrador de la Renfe. En el Gobierno de Rajoy parecía esos músicos mayores de la banda de su pueblo. Lo que quiero decir es que Zoido no podía reclamar el dispositivo del 1-O ni nada porque sólo parece un sereno somnoliento encendiendo y apagando las luces de su cargo. En realidad, Zoido pegaba mucho en el Gobierno de Rajoy, otro funcionario rodeado de quinqués. Zoido es una figura de mesa camilla, en fin, y un civilón, sin embargo, puede mandar porrazos, zafarranchos, heroicidades y catástrofes; puede mantener la leyenda española a la vez que mantenía la tranquilidad de un Gobierno acostumbrado a la pachorra y a la persianita echada, que aún no sabemos cómo gobernaba sin enterarse nunca de nada, sin despertarse nunca demasiado por nada, y sin preocuparse demasiado por hacer nada.
El 1-O fue una cantada, una colada, un caño que se tragó el Gobierno ante la colección de estampitas de Zoido
Pérez de los Cobos era un operativo, o el operativo (Zoido dijo mucho lo de “operativo”, como declarándose él inoperativo). Tener un operativo, mucho operativo, toda la audacia y el arrojo que ya hay en esa palabra, sin duda tranquiliza a cualquier gobierno. Nada de lo que había pasado antes, esos tumultos o fiestas que convertían en carrozas de carnaval los coches de la Guardia Civil y en fugitivos a las comitivas judiciales, esos días como de locura neroniana en el Parlament; nada, en fin, hacía pensar que no pudiera encargarse un operativo que ya sabe sus operatividades. El Gobierno, mientras, se comportaba como si aquello del 1-O, nada menos que el intento de legitimar tumultuariamente una secesión, fuera como otra vuelta ciclista a la que mandar policías o conos de tráfico. Zoido no diseñó el operativo, como dijo ante el Supremo, igual que no pintó nunca pasos de cebra.
Aquel desastre no tuvo nada que ver con los guardias civiles, con la policía, ni con que Piolín pareciera haber heredado la maldición del Coyote. Fue una cantada, una colada, un caño que se tragó el Gobierno ante los ojos de lechuza de alegoría de Soraya Sáenz de Santamaría, ante la colección de estampitas de Zoido y ante la boca abierta de tragabolas de la política de Rajoy. El uso de los servicios de inteligencia y de la inteligencia sin más, o sea con anticipación, perspicacia y efectividad, no correspondía al sargento de guardia sino al Gobierno. El mismo Pérez de los Cobos ya declaró en la fase de instrucción que el dispositivo de los Mossos fue una “estafa”, como era previsible, aunque no para el Gobierno. Todo sucedió, pues, como los secesionistas habían planeado: la épica, el martirio y los porrazos por todas las televisiones del mundo. Porrazos no mayores que los de un domingo de fútbol o una huelga de camioneros, pero que bastaba para los guiris deseosos de velitas lloronas y superioridad moral. Sigue bastando, en muchos casos.
Zoido, como con luz de gas durante su declaración, haciendo un poco de bicho bola del Gobierno, prefirió echarle la culpa al guardia civil y contribuir al chiste patrio de tricornios y bigotes. Tiempo tendrá Pérez de los Cobos de testificar y aportar los datos y detalles que Zoido y el Gobierno no saben u olvidaron. Y el Tribunal tendrá ocasión de evaluar si los Mossos, una fuerza armada, desobedecieron a los jueces por indicaciones y planes políticos. Y si eso ya constituye violencia o amenaza de violencia. Igual que esa fuerza que existe también en que la fuerza se aparte arbitrariamente, en que los Mossos silben en vez de cumplir la ley. Igual que esa otra fuerza de la calle, que hizo inútil toda la mitología de rambos castizos y toreros con garrote de miles de guardias civiles y policías. Si eso tiene su equivalencia en metal, en más violencia. Y si todo ello suma una rebelión o una merienda con gallinita ciega como dicen algunos. El Tribunal lo evaluará, decimos. Pero poco habrá contribuido Zoido a aclarar nada. El día, como toda su vida, le cogió entre dos siestas, entre dos viajes, entre dos coplas. La tarde, con hora y sueño de esa vuelta ciclista que imaginó el Gobierno que era aquel 1-O, pedía animarse con la leyenda y el anís de un civilón de zapateado. Zoido nos lo dio y se fue.
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