De los cánticos marianos que decía Junqueras, del pío júbilo del vino de consagrar, de la merienda de Rufián con peli de videoclub (quizá de Van Damme, con sus mismas posturitas), vamos pasando ya a la realidad. No ha sido ni con Mariano, ni con Soraya, ni con Zoido, que sufren una como amnesia del fracaso, como con las borracheras y los gatillazos. Ha sido con José Antonio Nieto, ex Secretario de Estado de Seguridad, cuando se ha empezado a ver la verdad alrededor del 1-O, como escribía aquí Victoria Prego. Y Enric Millo, ex delegado del Gobierno en Cataluña, ha seguido descolgando las guirnaldas de fiesta del 1-O y el cuadro de Santa Cena de la DUI para dejarlos en lo que fue: el cumplimiento de un plan meticuloso e inexorable por parte del independentismo, en el que entraban desde la multitud haciendo tapón o llamarada hasta los Mossos que llegaban a los colegios, saludaban como un portero o un aparcacoches, y se iban a silbar a los parques.
La verdad era bastante evidente, tampoco había que hacer mucho para que se les cayeran las flores de las panderetas igual que lazos de novias. Todo se había anunciado con pavoneo o delirio, todo se vio y se proclamó, todo se colgó en las redes. Sólo hacía falta algo de valentía y honradez intelectual para contarlo tal como fue, en vez de dormirse en el burladero de La Moncloa como un banderillero panzudo. “Yo ya no puedo dar marcha atrás. Yo voy a convocar el referéndum y luego ya vamos hablando”, declaró Millo que le dijo Puigdemont en una reunión. El fugado tenía el “mandato democrático de llevar a cabo esa hoja de ruta” y lo iba a cumplir. He ahí la voluntad política, inflexible, de llegar a donde hiciera falta. He ahí la primera confesión. También Junqueras se lo confirmó, aunque a él le hubieran gustado otras velocidades. Luego, Forn, el Consejero de Interior, preparando el dispositivo para el 1-O, le resumió así a Millo las intenciones del Govern y de los Mossos: “Ese día nosotros vamos a garantizar que la jornada electoral se desarrolle con total normalidad”. Segunda confesión. Y grave, porque ya asume que los Mossos, un cuerpo armado, dejen de obedecer las leyes para obedecer a quienes han manifestado la intención de llevar a cabo esa “hoja de ruta” de la secesión, pase lo que pase. Era un “esperpento”, como dijo Millo, que los promotores del referéndum organizaran a la vez el operativo para impedirlo. Un esperpento, sí, pero sólo posible porque los Mossos se niegan a cumplir la ley. Con la voluntad política del Govern no bastaba. Era necesaria la acción/inacción de quien puede ejercer legítimamente la fuerza para evitar un acto ilegal pero no lo hace. Un cuerpo armado, insisto.
La gente no se reunía por las Vírgenes morenas, sino para paralizar o aplastar la acción de la Justicia
El hecho es que las masas organizadas quedaban a sus anchas. La gente no se reunía por las Vírgenes morenas, sino para paralizar o aplastar la acción de la Justicia. La gente no se encerraba en el colegio para mirar por el telescopio o participar en concursos de buñuelos, sino para luego hacer muralla de huesos, con punkis de camiseta ratonera o con señoras como kamikazes de su cadera, ante una policía que no iba a repartir palos a nadie por votar, sino a llevarse las urnas, o sea, que tenían la misma intención de usar la violencia que el basurero. Es lo que vino a decir Millo, que además contabilizó unos 150 actos de coacción e intimidación en aquellos días previos, actos que le llegaban por las redes y por WhatsApp, sin pudor, sin reparo, con esa avilantez que sólo tiene la fuerza bruta, inconsciente, del fanatismo. Insistía Millo en cómo esas convocatorias llamaban a “defender las instituciones”, es decir, que consideraban que estaban siendo “atacadas”. Una retórica belicista, partisana, organizada y alentada desde la misma Generalitat, permitida por los Mossos y ejecutada por milicias callejeras. Es decir, toda la intención de la fuerza que terminaba en fuerza efectiva, tanta que, de hecho, no se pudo parar el 1-O.
Significativas fueron las palabras de Millo refiriendo la llamada que recibió del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña pidiendo reforzar su seguridad con los cuerpos nacionales. Temían que, al estar sólo protegidos por los Mossos, éstos permitieran sus destituciones en caso de proclamarse la República. Destituciones o detenciones o quién sabe, podemos pensar. El temor, pues, de que una fuerza armada sería necesaria para oponerse a otra fuerza armada, una vez visto que ésta última sirve a una causa que no son las leyes. Esa simple pero concretísima amenaza, entre todas las demás fanfarrias de metal y carne doblados, hace que resuene otra vez la rebelión.
Desde Puigdemont dictando hasta el aceite en las calles, por toda esa pirámide, esa estructura, nos llevó la declaración de Millo
Millo habló de lo que llaman “la trampa del Fairy”: verter Fairy en el suelo para que la policía resbalara y poder patearlos. No sólo es una metáfora de todo el pantanal que diseñó el separatismo y en el que cayó el Gobierno. Es una violencia tan guerrillera como concreta. Así, entre la paellada de miles, el Fairy y los Mossos haciendo de camareros, eran las alegres fiestas de la vendimia que prepararon esos días. Desde Puigdemont dictando con su cara de sello hasta el aceite en las calles, por toda esa pirámide, esa estructura, nos llevó la declaración de Millo. Una estructura que es como la de la República de Platón. O sea, del filósofo de la Generalitat al artesano de la república en la calle. Y, en medio, claro, los auxiliares guerreros, los Mossos con lanza de goma o porra de pito esta vez, pero el arma a la vista, guardando su amenaza cotidiana como un revólver en el escritorio o en la panera.
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