María José Carrasco, que se ahogaba en la vida, quería morir, aceptaba morir y recibía la muerte como si fuera su cumpleaños. Y ahí estaba su marido, Ángel Hernández, para darle el último regalo y la última caricia, el anillo de la muerte como un día le dio el de la intimidad. María José afronta el momento casi con ansia. Esa sed de muerte era lo más impresionante. Y esas manos del marido que no quieren sentir su muerte, sino sólo cómo la paz reemplaza por fin al sufrimiento. No es un cuento romántico, no es una función mala de Romeo y Julieta o de Tristán e Isolda, es más la desesperación que el heroísmo y es más el respeto por la voluntad ajena que el amor gótico, destinado a las tumbas. Pero sólo podía ocurrir de esta manera, con este último vals triste y dulce que baila el matrimonio hasta el beso en la almohada, porque nuestras leyes no dan otra solución.
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