David Jiménez vino con un barquero vietnamita de portada o de equipaje a redimir, a salvar al periodismo. Le pasa mucho a ese periodismo de pies húmedos, de muñecos de niña ahogados en arrozales, de revuelta de camelleros; el periodismo de cantimplora, que es periodismo sobre todo por ir con cantimplora, no por lo que escriba. Ese periodismo señorito de guerras de bambú o de vagones de especias que se cree que ha comprendido el oficio y la vida como tras un retiro budista de Richard Gere. Nueva York, una guerra sobre un burro, un cuenco tibetano, muchos años de mirar el mapa al revés, muy geoconcienciado, y ya ha entendido uno todo. Así que ya se puede dirigir un periódico como El Mundo. Un pijo sandalio con la flauta de Kung fu y quizá un libro sobre Burundi como un cementerio de coches o algo así en la mochila, mordida de balazos y paludismos. La profesión y su Bautista, por fin. El cura moderno del periodismo, con la guitarra de fango y los niños calvos fotografiados siempre en la retina. Ahora sí que se iba a hacer un periódico. Y en chanclas.
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