El debate que el personal quiere ahora no es a cuatro, a cinco, cara a cara con Casado, con Vox o sin Vox. El debate que el personal quiere ahora es con Cayetana Álvarez de Toledo. Pedro Sánchez tiene mucho cuidado con dónde y con quién debatir, por no forzar demasiado el débil hilo que une su cartelería con sus orejas. Iván Redondo le dice que al españolito entre el centro y la izquierda con gaseosa le basta su estampa presidencial de moqueta y paragüero, que es suficiente con no caerse para ganar a “las derechas”, que ellos ven como la pella para hacer un botijo o algo así. Pero lo que está consiguiendo Sánchez, en realidad, es que perdamos interés por verlo en cualquier debate, sabiendo que se va a limitar a poner cara de banderillero asomadizo. Y no sólo estamos perdiendo interés por verlo a él, sino también a Casado, a Rivera y a Iglesias, que ya tienen todos algo como de Nochevieja antigua de Martes y Trece. Podría haber interés en ver a Abascal, pero a pesar de tanto pecho de lata, ya hemos descubierto que él tampoco quiere debatir, que sólo funciona en modo Bertín Osborne, que lo que quiere es volver a salir en jaca o cortando un gran queso como el Algarrobo, que es lo que pide la España viva. Mientras Sánchez nos esquiva poniendo dobles de cartón y los demás nos aburren como un largo partido empatado a cero, el personal a quien quiere es a Cayetana. Para asombrarse o para ponerla a parir. Pero a Cayetana.
Hay quien ha descubierto ahora a Cayetana como quien descubre Juego de tronos y a sus reinas rubias, gélidas y mortales. En esta política nuestra que parece un parchís de taberna, sencillo y sucio como una tapa de altramuces, Cayetana es como la pieza de ajedrez de cristal, el caballo egipcio, la dama marfileña que abruma y pesa y avasalla en el tablero. Creo que en el PP están a la vez encantados y amedrentados con ella, como aqueos que vieran a Atenea descendiendo para ponerse de su lado. Les pone en evidencia hasta a ellos, porque Cayetana no es un político de mitin ni de zasca ni de comedero. Es una intelectual de fuste bien tallado, de esgrima airosa, de valentía entrenada con la pluma (cuando la pluma te apirata, cosa que no pasa siempre pero sí en su caso), y que además no necesita de la política, sus chiringuitos, sus trágalas ni sus hipotecas, y por eso ha vuelto al PP igual que se fue, como esas libérrimas mujeres de Sabina que te aman y te dejan en la misma canción.
Cayetana es una fina salvaje, piensa lo que piensa y lo va a decir, sin importar hipocresías, imposturas o protocolos, como siempre lo ha hecho, con su punzón de marfil. Pero no sólo es eso, sino que, igual que esas niñas que se educan desde joven en el florete más que en el bordado, a veces se le olvida que no está con la pluma y es capaz de hacer frente físicamente a sus adversarios. Es lo que ocurrió en Barcelona, cuando parecía un junco arrastrado por el barro o una novia raptada por bandidos y aun así se revolvió, se defendió y se encaró, hasta llegar arriba y hacer con sus dedos la uve de la victoria, un poco entre ahijada de Churchill y dibujito japonés.
Cayetana es escandalosa para los estándares políticos y televisivos. Es decir, irresistible
Cayetana, fría y lenta como una asesina japonesa también, es capaz de echar del foco a ese patito de cuerda que es Rufián, pero también de congelar ese otro fuego griego, esa otra Minerva (es más romana) que es Inés Arrimadas. En cine, Cayetana sería una robaplanos, una novata robaplanos. Tiene esa avilantez del diletante y esa quieta afiladura de los precipicios. Es, por supuesto, escandalosa para los estándares políticos y televisivos. Es decir, irresistible. Si algo le faltaba para ser una estrella ha sido su “sí, sí, sí, hasta el final”, que han estado repitiendo en bucle en La Sexta y por ahí, como si fuera la canción de Los Ronaldos, o, quizá, de la Bruja Avería. Pero, claro, Cayetana, por si no se habían dado cuenta, no está ahí para ganarse a Ferreras ni a la izquierda espantadiza.
Ese “sí, sí, sí” era algo que no se podía decir y ella lo dijo. Es semánticamente tan sutil, y tan peligroso, como ella seguramente esperaba. Pero hacía falta, digamos, la condena al infierno de la corrección feminista para denunciar ese absurdo al que ha llegado su ortodoxia, una ortodoxia que tiene que ver más ya con una guerra ideológica o cultural que con la utilidad penal, o con la moral, o con la dignidad de la mujer. El consentimiento ya es un requisito en el código penal, como no podía ser de otra forma. Es como decir que hasta ahora no existían las violaciones ni los abusos sexuales. Es absurdo pedir un “sí” cada vez que bajas por una vértebra. Y es absurdo que se pueda “garantizar con el código penal que todo lo que no sea un sí sea un no”, que es lo que dice el PSOE. ¿Cómo se va a garantizar eso sin llevar un notario a la cama? Hasta los amantes más líricos y entregados requerirían un contrato con cada paso, con cada estremecimiento. Y hasta el más amado de los compañeros podría ser un violador por un olvido o un suspiro desatendido. A eso se refería sin duda Cayetana, al absurdo al que se llega cuando siempre hay que dar un paso más con el fin de dejar al otro como antifeminista. O, aun más, dejarlo en violador o en cómplice de violadores, como trató Irene Montero, con las manos en la cabeza, a la propia Cayetana. Quod erat demonstrandum, en fin.
A Cayetana si acaso la llamaban marquesa, facha y pija (cuando la pija es Irene Montero, como tantos otros revolucionarios de divertimento). Ahora, además, ya es un monstruo, y los medios, la gente, los enemigos y los amigos la buscan o la piensan como a todos los monstruos, reales o inventados. En política a veces se pagan más las sutilezas que los exabruptos, y Cayetana quizá está condenada a ser medida con la vulgaridad intelectual que caracteriza a este gremio. Con Cayetana, siempre afilada, dura y a veces fuera de sitio, como un alfanje colgado, disiento en muchos asuntos. Pero muchos debates, muchos atrevimientos, mucha de la lógica, mucha de las nuevas perspectivas que nos hacen falta la necesitan. Espero que enseñe algo al gran público de poca sutileza y poca paciencia, antes de que nos deje otra vez como aquella libérrima mujer de la canción de Sabina, “pagana y arbitraria como un lunes sin clase”.
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