En Ferraz, bajo su cartel suspendido en la noche, su propio rostro flotante como la máscara africana de un coleccionista, Pedro Sánchez celebraba todos sus triunfos pero también un inquietante revés. El primer triunfo es el de un PSOE que no conocía la victoria desde 2008, cuando aún se llamaba desaceleración a la crisis y Solbes, con su cara de búho miope y archivero, acusaba a Manuel Pizarro de “demagogo y catastrofista”. El segundo triunfo es el triunfo personal como superviviente de su propio partido, después de ser defenestrado por las cuadrillas comadronas de Susana Díaz y conseguir batir al final a la Doña andaluza en una larga guerra de guerrillas, como ganada con facas y podaderas. No es tan llamativo como la caída del PP de Casado, que ha sido arrollado en la carrera de cuadrigas de la derecha, pero seguramente la victoria de Sánchez significa el fin de Susana Díaz, que acabará de ministra de la vivienda o de burócrata de pegar sellos en Europa o por ahí, para desaparecer definitivamente de la política en la niebla de su capote folclórico.
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