No sé si Núria de Gispert, buena catadora y surtidora de las esencias, las magruras y los tocinos de la catalanidad; ella, granjera de perol, ganso y cuchillo ideológicos, sabe acaso que el cerdo no era la inmundicia, sino la tentación. Y, como dice Marvin Harris en su famoso libro Vacas, cerdos, guerras y brujas, “cuanto mayor es la tentación, mayor es la necesidad de una prohibición divina”. El cerdo, animal hecho como de lujos orientales de la carne, era exactamente eso, un artículo de lujo, también en el Oriente Medio anterior a Cristo. Pero una larga época de superpoblación y deforestación convirtieron a la tierna y mantecosa fuente de proteínas en un peligro para el ecosistema, en un competidor de recursos, sombra y agua, cosa que los dioses pronto hicieron apuntar a sus escribas. Así que fue maldito. La maldición aún dura, incluso entre nosotros, comedores de cerdo, adoradores de la loncha de jamón, a veces indistinguible de la corbata o el fular.

El cerdo como insulto es cruel precisamente por la cercanía entre cerdo y humano

Ser un cerdo, comportarse como un cerdo. El cerdo como insulto es cruel, precisamente por la cercanía del cerdo y del humano (cercanía biológica y cultural). El cerdo es como el hermano descarriado del ser humano, un humano sucio, perezoso, vicioso, con su hocico babeante en el barro, con su culo cagado al aire. Llamar rata deshumaniza. Llamar cerdo rebaja. Hay más distancia con la rata que con el cerdo, pero nadie obtiene satisfacción sintiéndose superior a una rata. Sí hay placer, y bastante, sintiéndote superior a tu vecino cerdo. Núria de Gispert no es que haya animalizado a Arrimadas, a Girauta, a Millo, a Montserrat. Les ha colocado en la condición subhumana que le permite a ella aparecer como el espécimen completo y virtuoso. Incluso Torra, con sus “bestias con forma humana”, estaba haciendo supremacismo de fábula. Gispert, sin embargo, hace supremacismo taxonómico. Su intención no es literaria sino casi científica.

Gispert ha terminado rechazando la Cruz de Sant Jordi después de quitarle importancia a su tuit y de excusarse con que el montaje no era suyo. Y, sin embargo, salvo esa precisión de elegir el cerdo como el más efectivo y superior de los insultos para un racista, no hay ninguna sorpresa en el pensamiento de Gispert, como no lo hay en el supremacismo catalanista, aunque éste pueda ir de la sutileza a la carnicería. El otro día, una amiga catalana me preguntaba cómo me iba por el “provinciano” Madrid. También quiso darle cientificidad, frialdad, neutralidad a su afirmación. Prescindir de la moral para sustituirla por la lógica es otro signo pavoroso de este supremacismo. El otro matiz del tuit de Gispert enlaza con esta idea. Es lógico exportar españolistas, cerdos o no. Es lógico mandar a Arrimadas a Jerez. Es lógico señalar la impureza del provinciano, del heterodoxo. Y esto es más grave aún que el insulto del cerdo. Como lo es darse cuenta de que a Gispert no le han concedido la Cruz de Sant Jordi a pesar de todo lo que le hemos visto decir y escribir, sino precisamente por todo lo que ha dicho y escrito. Esa insignia se otorga a quienes “por sus méritos, hayan prestado servicios destacados a  Cataluña en la defensa de su identidad especialmente en el plano cívico y cultural”. Cívico y cultural: he ahí el supremacismo definiéndose.

Prescindir de la moral para sustituirla por la lógica es otro signo del supremacismo

En Vacas, cerdos, guerras y brujas, el provocador antropólogo Marvin Harris nos muestra el origen mundano, racional y nada místico de muchos preceptos sagrados, además de señalar ciertas constantes de la cultura humana. Sin ir más lejos, que siempre hemos tenido brujas y mesías, como afirma en sus conclusiones. Las brujas se inventaron para que el pueblo viera al Diablo volar en calzas sobre los tejados en vez de dentro de las mismas iglesias e instituciones. Los mesías aglutinan convenientemente la esperanza de salvación o revancha. Son mecanismos de distracción y cohesión. Las brujas de hoy en día, dice Harris, son la contracultura, la posmodernidad, el auge de las pseudociencias y del misticismo de teletienda, asociado además a una política que parece, más que otra cosa, ciertamente brujería. Es la política de la emotividad, del sentimiento, del deseo, de la ensoñación, que niega cualquier objetividad racional y, lo que es peor, cualquier objetividad moral.

Todo eso es el nacionalismo catalán: brujas, mesías, guerras y ahora también cerdos (las vacas pueden ser accesorias). Para todo ello hay explicaciones nada místicas, que van desde el dominio del ecosistema o de la sombra hasta el tres per cent. Todo esto lo representa perfectamente Núria de Gispert, alegoría con cerdito en vez de antorcha. Si le da apuro recoger una condecoración que sin duda merece, al menos que le vayan guardando una sala en un museo antropológico, junto a diosas del cereal y altares caníbales.