“Los españoles somos gente que enterramos bien”, dijo una vez Rubalcaba sobre los elogios. Y mientras todos le elogiaban, a él abrían la Puerta de los Leones, un portón como de latón egipcio que parece que sólo se abre para los solsticios y los muertos. Se nos mueren los políticos como últimos mosqueteros o piratas, hay una sensación de que la nueva generación viene del cómic, mientras estos viejos lobos de mar de la Transición, con mil gobiernos, carteras y envenenadores, vienen de antes de las bodas de Cadmo y Harmonía, cuando los dioses caminaban entre los hombres. Es cierto que algunos de sus envenenadores estaban en el Salón de Pasos Perdidos, pero de todas formas había que hacerle el entierro de faraón porque ya apenas quedan faraones, más que nada.

El féretro de Rubalcaba entró en el Palacio de las Cortes como una goleta entre las columnas de Hércules, llevado por esas alas militares que tienen siempre los militares en el uniforme o en las manos, mientras la gente aplaudía como de sevillana manera. Los españoles enterramos bien, pero tiene algo de guasa que te entierren en la oficina, que es lo que hicieron con Rubalcaba. Allí, en el Salón de Pasos Perdidos, donde se hacía la política entre políticos, como en un club de fumadores, antes de que los nuevos políticos se dedicaran sólo a perseguir a los periodistas por la M-30 del hemiciclo, tropezándose con sus cables, y aquel salón se fuera quedando como para tocar un piano que nunca se tocaba. Allí, donde Rubalcaba lo fue todo, ahora le han puesto el acerico de banderas, el ujier con pegamento en los labios y los corrillos que se van comiendo el espíritu del difunto, mientras operarios como de la telefónica de la muerte no dejaban de entrar coronas de flores como pavos reales muertos.

Los españoles enterramos bien, pero tiene algo de guasa que te entierren en la oficina, que es lo que hicieron con Rubalcaba

El Salón de Pasos Perdidos hiere de dorados y de lámparas de araña atulipanadas. Sus paredes están hechas de cristales y lascas que saltan a los ojos o se derraman como cera en la cara. En el techo, las alegorías se dictan leyes o hacen teteras con sus gestos. Las caras de camafeo de viejos políticos de patilla o sotabarba juzgan o absuelven a sus colegas de ahora, y Castelar parece una medalla de chocolate blanco. Han apartado las mesas isabelonas, de reina grande y merendera, han hecho espacio para el duelo, que funciona en un oleaje de militares verdes, funcionarios grises y señoras blancas, y allí han puesto el ataúd de Rubalcaba. Su ataúd no parece un barco viejo, sino un barco nuevo. Sobre él, las banderas de España y del PSOE, a la que la gente le toca la rosa como si fuera una reliquia de santa. Detrás, otra vez la bandera de España y de Europa, como en un emblema universitario o un campeonato de tenis.

Sobre el ataúd, las banderas de España y del PSOE, a la que la gente le toca la rosa como si fuera una reliquia de santa

La gloria política es eso. Rubalcaba, que lo fue todo y estuvo en todas partes, amistosa o mefistofélicamente, reposaba allí en el salón de todos los muertos anteriores, sus apretones de manos, sus pactos y sus puñaladas. Reposaba en su casa, en su oficina, en el Congreso como el Valhala de nuestra democracia. Al lado de las banderas, una foto suya, con un puño que no se sabe si era de pensar o de luchar, decía: “La paz y la libertad es nuestra forma de vida”. La gente se daba lentos abrazos como aleteos lentos. Las jerarquías se movían en oleaje dándose muchos besos y rozando muchas solapas. Pedro Sánchez llevaba camisa de hueso, como para hacer juego con la propia muerte, y sentado frente al ataúd conversaba con Carmen Calvo o se levantaba para hablar con Rajoy. Es curioso que aún Rajoy parece menos muerto que Sánchez. Zapatero se ha encogido dentro de su chaqueta como de tanto encogerse de hombros ante las fatalidades que le venían o se buscaba, y ya parece un espectro que sólo cuenta cómo lo mataron. Los espectros creo que eran los más abundantes del salón. Pero Pepiño Blanco, ah, tenía los ojos rojos. Rojos de niño perdido. Era el más niño del entierro que no era entierro. Era lo más carnal con el difunto, creo yo.

Es curioso que aún Rajoy parece menos muerto que Sánchez

El Rey llegó de gris, la Reina de negro. Tienen la pena institucionalizada y ya no puede uno evaluarla. Casado llegó solo, un poco perdido como su propio partido. Pablo Iglesias llegó encorvado, y Echenique, como un repartidor de Glovo. Dentro se iba juntando la gente de duelo con la gente de canapé y con la canalla periodística. Me dio un poco de pena el ruido que había allí, la sensación de que el féretro había ido desplazándose a base de codazos o besos al aire, y que el ujier tenía que recolocarlo todo para que siguieran respetándolo. A veces la pena del muerto, el halago al muerto, hace olvidar que está todavía ahí, siquiera como un mástil.

Pasaba frente a los ujieres, vestidos de entierro marinero, tristes como bandas de música de pueblo. Yo creo que eran los más tristes

Antes de irme, me fijé en el pasillo casi lleno de coronas de flores, como almohadas para el otro mundo. La gloria, al final, era ese salón lleno de dorados y gente conocida o extraña o morbosa o excesiva. Eso, y un poco esas flores comestibles para el alma. Enseguida recordé palabras, discursos de Rubalcaba, lecciones, titulares. Yo, desde luego, iba a recordarlo más que por esa comunión de muerto que le hacían.

Yo pasaba frente a los ujieres, vestidos de entierro marinero, tristes como bandas de música de pueblo. Yo creo que eran los más tristes. O yo lo veía así porque quería irme triste, para que no se me quedara sólo esa gloria de espejuelos y patas luisinas. Se ha ido un político de los que eran políticos de verdad. Ahora, ya se sabe, no está uno muy seguro de lo que son. Me dio vergüenza, pero ahora pienso que me gustaría haber tocado esa rosa socialista del féretro, que era como una rosa carnívora crecida en el ataúd. Para tocar otra vez socialismo, alma socialdemócrata, que ya no sabemos dónde encontrar eso. Enterramos muy bien con el halago pero podría ser mejor llevarse un hebra de verdad, de inteligencia y de sentido de Estado. Todo lo que estaba en el ataúd y no estaba tanto en el duelo.