A mí me salió una vez mi picha en la televisión, ahí toda puesta, en una foto vertical, como un cactus carnívoro. No sé qué foto o película estábamos buscando, ahora que todos los dispositivos de la casa están conectados, pero el caso es que ahí salió, entre paisajes o cenas o fotogramas, el primer plano de mi picha, con luz más de quirófano o de matadero que de sensualidad. La verdad es que esas cosas pierden la gracia cuando las sacas de su momento. Menos mal que sólo estábamos mi señora y yo cuando apareció. No soy de hacer eso, no se crean, pero una vez sí me dio por probar. Esa foto, ya olvidada, había vuelto un día cualquiera y nos asustaba en el salón como un payaso de resorte o un monstruo de armario.

El sexo, que está en la cabeza, siempre estará en todas partes y siempre llegará donde podamos llegar. Desde la carta arrebatadora al asalto a la almena de la amada, desde la fila de los mancos del cine al sexting, sólo intentábamos llevar el sexo hasta donde no se podía, porque lo necesitábamos. Estuvo el sexo granjero o incluso santo, luego el sexo lúdico, luego la pornografía, que comenzó en las pinacotecas de los pudientes. Con carne solitaria o carne descubierta, en el pajar o en el venerable tálamo, en revistas envueltas en el plástico de los crímenes o en la televisión a la hora de los pestillos. Siempre llevaremos el sexo adonde estemos y con toda la fuerza que sea posible.

El sexo siempre estará en todas partes y siempre llegará donde podamos llegar

Ahora, los amantes separados por la distancia o por el destino pueden oírse y verse (pronto podrán tocarse); se puede hacer el amor por teléfono o por webcam; se puede enviar una rosa por correo o bien un pubis tatuado que te llegue al móvil con un guiño; te pueden mandar una postal del Big Ben o controlar tú con una app el dildo de tu compañera. Yo, en vez de un “te quiero”, pensé mandar mi picha aunque pareciera cocida en aquella luz rara de desierto o de salchichería que le salió a la foto.

Lo que la tecnología no ha podido evitar es lo que no tiene que ver con la tecnología, claro, sino con el ser humano. Todavía están el ventanuco, el mirón, la envidia, el morbo, los roles de poder, la crueldad, la venganza. Y la vergüenza. El sexo como acto vergonzoso nos lo han metido durante toda la historia los clérigos, que traspasaban a los dioses la responsabilidad de una moral en el fondo bastante humana e interesada. Sólo el sexo permitido y vigilado por la comunidad y sus sacerdotes podía hacer que la tribu controlara la descendencia y la herencia. En el sistema patriarcal, el hombre sólo se procuraba cierta tranquilidad de cabeza y de blasón a través de imponer fuertes limitaciones a la libertad de la mujer y, llegado el caso, terribles castigos divinos y sociales a la adúltera o a la simple descocada. Aún nos sobreviven estos atavismos, que no siguen aquí por culpa de internet ni del smartphone.

La vergüenza puede ser un sentimiento poderosísimo y nefasto. Hay un episodio de Black mirror en el que un adolescente es grabado masturbándose y es chantajeado. Para que no se divulgue el vídeo, en el que además se le han montado imágenes falsas de pornografía infantil, debe obedecer todas las órdenes que le den, desde robar un banco hasta participar en una pelea a vida o muerte para un club de mirones selectos. Sobrevive, pero da igual, porque al final el vídeo es divulgado de todas formas. Es una manera de decir que el castigo social es peor que cualquier castigo divino o que el tormento de la propia conciencia. Y que es inevitable.

El sexo como acto vergonzoso nos lo han metido durante toda la historia los clérigos

Verónica, la chica de Iveco, no estaba en Black Mirror. El chantaje no vino de un organizadísimo club de pervertidos ni le tendieron una trampa con deep fake. La condujo a la muerte esa tribu en taparrabo mental que aún impone el sexo como vergüenza, sobre todo si eres mujer. Es una condena, una humillación que decretan automáticamente algunos machitos, incluso queriendo entrever comprensión. Ahí tenemos a Fran Rivera, macho como de vacas, diciendo que un hombre no puede dejar de compartir un vídeo así y que lo que tiene que hacer la mujer es tener cuidado. Sólo faltó decir que se lo merecía por guarra, con esa especial crueldad en la que se deleitan los puritanos. No dirán la muerte, claro, pero esa humillación de la mujer “indiscreta” les parece normal.

Ni siquiera se dan cuenta de que es un mecanismo para mantener la tranquilidad en el giro de sus cabezas, esas cabezas que pueden pesarles con gravedad e inercia de cántaro con agua, es decir, con la inseguridad de cornudo antropológico. Precisamente porque la pena de humillación les parecía lo normal, algo inevitable, algo incluso pedagógico para ella y para el resto de las mujeres, muchos de sus compañeros lo compartieron. Esta gente aún piensa que tanto la intimidad como la libertad de la mujer terminan en el ojo y en el gusto del varón. Lo verdaderamente pedagógico, sin embargo, va a ser que todos los canallas que divulgaron ese vídeo sufran las consecuencias penales. Nadie pierde su dignidad ni su libertad ni sus derechos por enseñar a quien le dé la gana su sexualidad, su amor, su ternura, su deseo ni su picha como un perrito de la pradera que te mira. No es la tecnología, sino el ventanuco. El ventanuco esta vez estaba en Iveco. Pero no son los nuevos tiempos, sino la vieja crueldad de siempre.