Ada Colau ha llorado. Otra vez. La entrevistaban en la radio y se le ha encogido el corazón como a las madres que cuentan que sus hijos no la llaman, entre el desmayo coreográfico y el cortejo pasivo agresivo. Han tenido que parar el programa como para poner a hervir el té de los vahídos y sacar el abanico y la sombrilla de encaje de los sofocos. No es la primera vez que llora, ya digo. Colau ha llorado por los okupas, por las sentencias sobre los desahucios, por la Guerra Civil y hasta en el homenaje al asesino Puig Antich, como perseguida por el polen alergénico de los cementerios y por la chinche de velatorio, tan española.
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