Ada Colau ha llorado. Otra vez. La entrevistaban en la radio y se le ha encogido el corazón como a las madres que cuentan que sus hijos no la llaman, entre el desmayo coreográfico y el cortejo pasivo agresivo. Han tenido que parar el programa como para poner a hervir el té de los vahídos y sacar el abanico y la sombrilla de encaje de los sofocos. No es la primera vez que llora, ya digo. Colau ha llorado por los okupas, por las sentencias sobre los desahucios, por la Guerra Civil y hasta en el homenaje al asesino Puig Antich, como perseguida por el polen alergénico de los cementerios y por la chinche de velatorio, tan española.
Esta vez, el mundo se le ha venido abajo cuando sus queridos amigos de la revolución de las sonrisas la han perseguido al grito de “puta”, “guarra” y “botifler” por no darle la alcaldía a Ernest Maragall. Esto, que es lo normal, lo cotidiano para muchos catalanes, tantos que son perseguidos, acosados, señalados, enmierdados a cubazos en sus casas y desinfectados con zotal cuando pisan la calle; esto, decía, a Colau le ha roto el corazón cuando le ha tocado a ella.
Colau es sensible y pinchable, se diría que está toda hecha de burbujitas de embalar, esa sentimentalidad tan gustosa para reventar uno mismo, entre la autolesión y el autoerotismo. Yo creo que ella no es indepe ni filoindepe ni nada. Yo creo que lo suyo no es ideología ni compromiso, ni la manera de ser solidaria o republicana o antisistema que tiene una niña oscura y dulcera. Ella simplemente ve que por ahí, por las casas arratonadas, por los cementerios bien vieneses o bien de barrio, por las repúblicas románticas y locas, hay muchos sentimientos burbujeantes y pinchables a los que su compulsión la arrima; muchos vapores de lágrima comunal y de sobaco abrazador y de cataplasma en el pechito en los que refugiar su sensibilidad tísica y su soledad gotosa.
Cómo no va a llorar Colau, por todo. El mundo es su gatito perdido o buscado y ella llora como una madre de gatitos, como esa gente que se cree que es la madre de sus gatitos. Tampoco es que lo importante sean los gatos, sino su necesidad de ser querida por sus gatos, o sea ser querida de la manera más leve y triste. Que la quieran los okupas y los manteros y los indepes y las lesbianas y los presos. Que la quieran todos como sus gatos con legaña, con patita herida o con su imperio violento de gatos persas o callejeros por la noche.
Colau sólo quiere que la quieran, por eso lloró tanto al sentirse, de repente, odiada. Yo creo que Valls se dio cuenta, aunque Rivera no, de que lo de Colau no es política, sino una especie de enfermedad empática. Como ese personaje de Woody Allen, Zelig, que podía cambiar de aspecto para ser inmediatamente aceptado en el entorno en el que se encontrara. Es decir, que Colau es casi inofensiva porque lo que parece ideología se descubre que sólo es imitación.
Hasta sus repentinas confesiones sobre su sexualidad o sus traumas parecen hechas para recibir la palmadita cuando la actualidad lo recomienda
Hasta sus repentinas confesiones sobre su sexualidad o sus traumas parecen hechas para recibir la palmadita justo cuando la actualidad lo recomienda. Su ideología, si acaso tiene algo de eso en el fondo, sólo quiere ser la manifestación de ternura de alguien que está desesperado por tener o inspirar ternura, por estar rodeado de ternura, por capitanear la ternura como un club repostero, casi como Carmena. Esto la hace muy siniestra, desde luego. Pero no tan peligrosa, ni de lejos, como Ernest Maragall.
Colau no está en política, sino que sólo anda con gatos en su mecedora de señora rara. Los “presos políticos”, por supuesto, son sólo otros gatitos con ojos de sueño y leche. Y el lazo amarillo ella lo pone como le pone un lazo que le pegue a un gatito color miel. Maragall habría puesto el lazo como verdadera esvástica u horca, y habría hecho de Barcelona el alcázar y la cañonera del independentismo. Lo de Colau sólo es, en cambio, un refugio de gatos de una señora dormida y despeinada de gatos, que ahora, eso sí, se ha visto comido por ellos. Colau es un personaje sombrío, gótico y espeluznante. Muy literario, pero políticamente ni se acerca a la peligrosidad del PSC, que usa la ambigüedad como veneno. Colau sólo usa la lágrima y la política como suspiro, como diurético y como Prozac.
Colau lloró como nunca o como siempre. Ella es una esponja de sentimentalidades y de babas, pero está lejos de la locura belicosa de los indepes. Sólo hay que mirar la reacción de ERC ante esta nueva alcaldía tétrico-festiva de Colau. Valls, al final, se marcha del Ayuntamiento de Barcelona harto de esta chifladura española de antipatías y camarillas. Pero que Ciudadanos dude entre el repelús de Colau y la rendición desastrosa al germanoide Maragall resulta aún desconcertante. Casi tanto como pensar que hay gente, como Colau o Fallarás, que han descubierto así, de repente, el odio en Cataluña. Hay quien vive pendiente sólo de que lo quieran sus gatos y hay quien vive pendiente sólo de que lo quiera su espejo, y se olvidan de lo demás, de la política y hasta de la moral. A ver si Rivera se va parecer a Colau, y hasta a Sánchez, más de lo que cree.
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