Alsina se trajo a Zapatero como a un Buster Keaton así ya mayor. Zapatero es ese icono del desastre con cara triste, que aún mira con espirales místicas en los ojos, con mandorlas girando, mareándose y mareándote como un chamán de peyote o un marino de ancas torcidas. Zapatero no era una siniestra sonrisa cosida o descosida, aunque así se le ha quedado la caricatura, de espantapájaros con la paja saliendo por las orejas. Zapatero era sobre todo, y sigue siendo, ese mareo de hombre sin suelo, sin barandilla, sin verbo, sin gafas, que se puede suicidar (o suicidarnos) en cada paso, en cada frase de trapo que dice, en cada heroísmo de gafe o en cada ambigüedad altisonante en la que se queda suspendido como un yoyó, entre lo absurdo, lo
innecesario y lo dañino. Zapatero es un hombre temblón, un político temblón, que nunca ha hecho nada sino temblar entre dos acciones o entre dos palabras o entre dos barquillas. Zapatero marea, exaspera, sobresalta. O sea, como Buster Keaton al borde de la catástrofe.
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