Cómo iba a aparecer Puigdemont por Estrasburgo, allí por esa manifestación indepe que parecía la excursión a Andorra de una asociación de petanca. Puigdemont se esconde tras las escobas con las que amenaza, es ya como la bruja de descansillo de Europa. Se asoma por su ventanuco con el ojo envidioso y podrido de los amargados, vocifera lecciones y agravios, y luego vuelve a sus hervores íntimos, enfermizos y lácticos.
Puigdemont se quedó en la frontera con Francia, ante el abismo que hay entre el orgullo y el miedo, como un cagón de piscina, como un gato que se encoge delante del agua, el gato que es un animal retráctil de cuerpo entero, justo como el expresident. Hasta él, con su mirada borrascosa de tupé y fanatismo, podía ver que no le esperaba la gloria, ni el agradecimiento de las naciones, ni Europa entregándosele como a aquel Zeus taurómaco de doncellas, sino la policía. Y, además, una Justicia comunitaria que les está propinando sopapos sin cambiar de mejilla.
Puigdemont es como un héroe con lumbago, es como un mártir con jaquequita. En realidad, todos los indepes son así, revolucionarios un poco siempre de baja o al borde de la baja, como ese funcionario que todos conocemos. Son revolucionarios que piden escolta para la revolución, y si no la tienen se quejan. Son revolucionarios que, cuando los pilla la ley, ni siquiera se atreven a admitir que hacían una revolución, sino que te dicen que jugaban a la gallinita ciega o le cantaban a La Moreneta o a Messi. Sí, esos revolucionarios que defienden la vigencia de una república que aseguran que nunca se proclamó. Esos revolucionarios de discurso llameante y calzón con portezuela.
Son revolucionarios que, cuando los pilla la ley, ni siquiera se atreven a admitir que hacían una revolución"
Puigdemont hace sus guerras así desde el principio. O sea, que levanta la república fugándose después de hacer creer que estaba de vinos, como un malcasado. O proclama que volverá, una y otra vez, en diferentes ocasiones, después de varios fallos y ridículas tragedias, como un mesías de ruló, pero nunca vuelve. Esta vez, Puigdemont posa junto a un autobús que viene de Lleida como quien posa junto a un Panzer, convoca a su parroquia de mucha cara de cartón suya, mucho porrón indepe y mucho dinerito de buen jubilado para que vaya a Estrasburgo, se anuncia como un resucitado pero sin desvelar la “estrategia” (esa complicada estrategia de los resucitados), y luego se queda en la frontera mientras, frente al Parlamento Europeo, la familia y los amigos fríen morcillas amarillas. La estrategia, ya ven, era la de siempre, y volvía a terminar en su lacada y reconcentrada intimidad, perfumada y ejemplarizante.
Puigdemont cada vez pinta menos. Quiero decir que ya es como un estilita loco que grita encima de su columna meada de sol, chifladura y tiempo, más para los turistas que para Dios. En Cataluña, mientras, Torra se plantea elecciones y Esquerra espera tomar el poder, un poder como bajo la sombra de la ceja de Pedro Sánchez. Mientras unos chiflados sacrifican esas morcillas amarillas que decía yo para los corresponsales extranjeros, fascinados siempre por la alegre y charcutera sangre española, otros chiflados, los que tienen verdadero poder, seguirán eliminando lo poco que queda de Estado y de democracia en Cataluña, mecidos por el sanchismo, el icetismo, el evolismo, el sardaísmo o el zapaterismo (ya lo contábamos ayer).
Los chiflados de Cataluña no montan paelladas de cartón como la de Estrasburgo, sino que están verdaderamente destrozando los derechos ciudadanos"
Los chiflados de Cataluña no montan paelladas de cartón como la de Estrasburgo, sino que están verdaderamente destrozando los derechos ciudadanos mientras nosotros miramos a Puigdemont jugando a Tom y Jerry. Ahora, por ejemplo, hay una racha de neopurismo lingüístico, de no querer hablar en castellano ni por cortesía, o de vigilar a los chiquillos si lo hacen en el recreo. Un tal Alex Hinojo incluso se lamentaba en TV3 de no poder hablar en catalán con los cacharritos con los que ya puede uno hablar, por ejemplo una tostadora. Quería el hombre una tostada catalana, pedida en catalán y sentida como catalana, pero las tostadoras aún no entienden catalán ni esa hambre tan esencial y rara, esa conciencia de pureza del desayuno catalán, como la del chocolate negro. Si quieren a las tostadoras entendiendo catalán, hablando catalán, desfilando en catalán, siendo todo lo catalana que puede ser una tostadora, de manera única, indubitable, entregada y feliz, imaginen qué van a querer para los niños, los funcionarios, la policía, los jueces y hasta el último paisano de Cataluña.
Puigdemont, ese princesito de barandilla, es ya un espectáculo previsible y triste como los circos pobres. Lo importante y lo grave es lo que ocurre en Cataluña, donde no sólo no abandonan el procés sino que lo van extendiendo a los electrodomésticos, como una pesadilla futurista. Saben bien que el Gobierno de Sánchez no les va a chistar. Lo poco que queda allí de Estado lo irán invadiendo con ejércitos de licuadoras y abrelatas, hasta que todos obedezcan como Siri.
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