El ex ministro Màxim Huerta ahora se hace llamar Máximo, se ha puesto la O que se le cayó al obrerismo del PSOE, partido que ahora ya no tiene obreros como no tiene España. El PSOE se ha ido mellando de letras con malos dentistas barberos y malas mordidas en el oro y en la piedra, y ahora sólo le queda la P como un diente del Cuñao, único, suficiente, enigmático y alegórico, como un pico africano. Para que no se vea esa boca negra y empequeñecida de ardilla vieja, por cascar nueces en el poder, Sánchez pone mucho por delante su sonrisa fosfórica. Quizá el PSOE ya no tiene ni la P, o ya es la P de Pedro, el hombre marca, el hombre partido, el hombre universal, ya más un signo zodiacal que un político, con su pose de Sagitario. Yo creo que podrían dejar el nombre del partido en un símbolo, como hizo Prince, algo entre daga o lámpara arábiga y percha de las camisas de Sánchez.
Máximo Huerta, decía, ha vuelto a la tele con esa O que le sobra al PSOE como le sobraría una W. Ha vuelto como con el monóculo de señor ministro que nunca tuvo en su ministerio, aquel ministerio de sólo una muda y sólo una vuelta, un ministerio de campamento y tiovivo para esa cosa de ministro niño que tenía él. Huerta se ha pegado la seriedad del nombre en el ojo, que eso es exactamente lo que hacen los monóculos, redondeando y engordando el apellido incluso cuando no hay apellido. En realidad, aquel Gobierno hecho como de invitados de El Hormiguero y banderilleros de partido nunca fue serio. Sigue sin serlo. Se fue Màxim, ahora Máximo, con su algo de grumete o de Pinocho, pero siempre nos quedará Ábalos recordándonos a El Aberroncho, o Celaá, que es una ministra portavoz con el tartazo de cine ya dado en la cara, dando risa diga lo que diga, seria, chistosa o siniestra.
El ex ministro ahora se hace llamar Máximo, se ha puesto la O que se le cayó al obrerismo del PSOE, que ahora ya no tiene obreros como no tiene España
Máximo Huerta se ha puesto serio con esa O porque una cosa es gobernar el país con tu primer cuaderno de rayas, o escribir una novela con neblina cursi de café y frases de Mujercitas, y otra presentar en la televisión pública un programa de gran sofá, esos programas de la mañana que intentan raptar a la gente hasta ahogarlas en sus flores de plástico y sus cotilleos entre muffins, corrompiéndola igual que a monjas. Quiero decir que eso ya es servicio público de verdad, no es un ministerio maría, de ésos de dar manos y leer lápidas y darse premios como besos sin cachete. El servicio público es algo muy serio, más en esta televisión española de Rosa María Mateo, que sabe ir del terrorista al ratoncito cocinero sin perder el espíritu pedagógico. Con tanta puerta giratoria que termina con ministros y presidentes en una eléctrica con mariposas en los motores o en un banco que te hace flashmobs con tu hipoteca, se agradece que un exministro se dedique a la mañana de los aburridos, los cansados y los saciados en la televisión. Así se ilustra mucho mejor a la España sanchista que desde el ministerio de Cultura, un ministerio que aquí nadie ha entendido ni ha aprovechado, como el piano sin tocar del Gobierno (Calvo-Sotelo sí tocaba el piano, pero eran otros tiempos). Es como si Máximo tuviera finalmente el ministerio que de verdad quería Sánchez para él, y que consistía en quedarse donde estaba.
Máximo ha vuelto gladiador en el nombre, pero con una pena, una astillita, una tristeza, una cajita de música rajada que enseñar, compartir y llorar. Su tragedia le ha vuelto un poco marino cojo o mordido por la vida, así que tenía que contarla ante la audiencia como ante el ron. Contar su tragedia, contarla y olvidarla, exhibirla y quemarla como un mechón doloroso e idolatrado. Una cosa digna de Tatuaje o así. Máximo empezó recordando a su madre, con algo de madre italiana en el balcón y en el verano, con todo el jardín sentimental y real en el delantal. Se vuelve a la madre, a la infancia, después de haber pasado por el mundo adulto y cruel como por un tren de soldados. Lo de hacerse llamar Máximo era una manera de homenajear al padre, colgándose la O de su nombre y de su reloj de padre. Con ese reloj de padre como una navajita también de padre, parecía defenderse de su desgracia y de sus motes de ministro fugaz o venido del Un, dos, tres, motes que recordó como para exorcizarlos.
Máximo Huerta puede estar contento. Sigue siendo un personaje totalmente ministerial en el esquema del sanchismo, en una tele que es otro ministerio
Parecía que la cosa iba a quedarse en eso, en esa introducción con trémolo, en la benevolencia y el perdón en la cocina de mamá, como el artistilla que ha regresado de la ciudad con el fracaso, con la estafa o con el bombo. Pero luego hizo que toda su cuadrilla de colaboradores le entrevistara como a una folclórica que ha pasado por crueldades y vicios americanos. Máximo Huerta no desaprovechó la oportunidad de criticar a los periodistas que se cebaron con él. No se cebaron, claro, sino que lo trataron como a un ministro, no como a un sobrinito al que le has dejado mover el volante sobre tus rodillas.
Yo creo que Máximo Huerta puede estar contento. Sigue siendo un personaje totalmente ministerial en el esquema del sanchismo, en una tele que es otro ministerio o escribiendo unos libros que la historia del arte ignorará para no hacer sombra a Sánchez y para no disgustar a la industria editorial con literatura. Sigue siendo ministerial, sigue siendo de ese grupo de Verano azul del sanchismo. Hasta con esa O recuperada, que es la sustitución final que ha hecho Sánchez del obrerismo por una burbuja, por un suspiro o por un chupetón.
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